Perfil (Sabado)

Las mil y una lecturas

- DANIEL GUEBEL

Hay un momento en que los l ibros que f rec uenta mos a lo largo de la vida se alinean o agrupan en una especie de biblioteca ideal. La idealidad de esa biblioteca supone, ya no como era antes, una relectura constante de sus páginas, sino una visita mental. Uno va hacia esos estantes imaginario­s y “baja” uno u otro libro, y, desde luego, como la memoria es falible, lo que extrae es su condensado, su esencia pura, fuertísima, el hueso o núcleo que impulsó la revisión. Ese núcleo puede ser, para decirlo con viejas y buenas palabras, su asunto, la construcci­ón de los personajes, el trazo de sus destinos, la particular disposició­n de las palabras, la música de sus párrafos, su tono secreto, o el diseño estructura­l de la narración (puede haber otros motivos, de orden más privado, como la pura identifica­ción, o los motivos misterioso­s e inextricab­les, que tanto deben como no deben ser develados).

Esa biblioteca ideal, condensada, puede que la visitemos por motivos de la satisfacci­ón más pura, por el reencuentr­o avaricioso y la revisión exhaustiva de los momentos de placer que la lectura de sus páginas nos deparó en el pasado, en el intento de obtener, de nuevo, el goce primero. O, también es frecuente, para encontrar la peripecia de algún hallazgo inesperado.

Por supuesto, para esta segunda lectura, lo mejor es que, una vez bajada mentalment­e la obra que nuestra memoria quería consultar, vayamos a la biblioteca real, la biblioteca de nuestro hogar donde los libros materialme­nte existentes huelen, se humedecen, se mezclan y juntan polvo en los azares del descuido y la confusión, y releamos el texto previament­e consultado. En ese caso, las considerac­iones previas habilitan lo que el lector ya imagina que ocurrirá: que el olvido obró su magia para que la relectura equivalga, siquiera parcialmen­te, a un descubrimi­ento. Es así como, pasados los años, los libros que nos marcaron y cuya sustancia creímos haber agotado, renacen de esa muerte temporal o vuelven a entregarno­s esa esencia que suponíamos ya absolutame­nte absorbida, y nos sorprenden y confunden y conmue- ven repentinam­ente, volviéndos­e nuevos.

En mi caso, durante los últimos años casi no “bajé” un libro que no me sirviera de algún modo para abordar los libros que estaba escribiend­o, por lo que esas consultas se fueron circunscri­biendo cada vez más, como una forma del agotamient­o del pasado, y por lo general leía casi solo los que caían en mis manos o que buscaba con algún propósito determinad­o.

Sin embargo, una parte de la atención siempre está depositada en esa biblioteca mental, y suelo prestar atención a la insistenci­a de los llamados, o de los recuerdos. Así, en alguna parcela de esos últimos años, me volvían a llamar, desde su lugar en el anaquel abstracto, Las mil y una noches. Hijo de un modo particular de la lectura, a cambio de releerlas iba, por ejemplo, al texto de Borges sobre sus traductore­s, o me ponía a ver alguna estúpida serie por internet bajo el supuesto de que su esquema narrativo de interrupci­ones y continuida­des significab­a un modo desviado y bastardo de reinterpre­tar el modelo original. De hecho, creo que ni siquiera tengo una edición completa. Pero hace unos días, siguiendo un impulso, me llevé a la playa el segundo tomo de una edición berreta y sucedió lo que era de esperarse: releer la materia verbal que amé en su primera lectura modificó radicalmen­te la cristaliza­ción fijada en el recuerdo. Si, de memoria, Las mil y una noches consistían para mí, básicament­e, en un esquema genial en el que la vida de una narradora dependía de su talento para contar e interrumpi­r una serie de historias que solo las convencion­es de la historia daban por buenas, si lo genial era el esquema donde solo la fascinació­n del cuento supera la amenaza de la muerte, ahora, en estas vacaciones, la fruición se invirtió, o más bien se completó, con la evidencia de lo geniales y bien urdidos que estaban esos cuentos. Con su invención infantil, con sus variacione­s y reiteracio­nes, con su humor procaz e infantil, con sus lirismos de cuando el mundo era virgen, sabio e inocente.

Releer es revivir, volver a contarnos el cuento que suspende lo inexorable.

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