Perfil (Sabado)

Según justicia

- ANGELICA GORODISCHE­R

De repente una descubre de dónde le vienen las costumbres y las preferenci­as. No está mal. Es saludable enterarse de cómo fue el camino de palabras que una tomó tan naturalmen­te. Sí, en bastardill­a. Y es que no fue entre comillas porque no fue naturalmen­te; es decir nada de ingenio ni de cultura ni de inspiració­n Ajá. No fue una elección, fue, confesémos­lo, costumbre, el mero sonido de las palabras y su ortografía. Bueno, ¿y por qué no?, ¿por qué no si de lenguaje estamos hechos? Y entonces es cuando calificamo­s o nombramos solo porque venimos haciéndolo desde hace siglos. Bueno, no es que seamos animalitos sin conciencia que se mueven según el destino tira de los hilos, no, eso no. Pero hace mucho, por ejemplo, que venimos diciendo “democracia” y la verdad es que es una bella palabra y vale la pena pensarla. Cosa que ya han hecho hasta el hartazgo los gramáticos, los lingüistas y todos esos tipos y esas tipas que saben una barbaridad sobre el lenguaje, las palabras y costumbres y vicios conectados.

Vicios, esa es la cosa. Si la costumbre pierde sus raíces, cuidado, corren peligro. No usted, claro, sino la cosa de la cual se sirve una los nombres de siempre sin pensarlo y sin traerlos a la conciencia. Entonces, contemos un cuento. Usted me dirá que eso es lo que estoy acostumbra­da a hacer y yo le diré que sí y agregaré que viene muy bien en esta notita. Siglos y siglos atrás, muchos, los hombres (las mujeres todavía no pero ya nos estamos tomando la revancha) ya tenían esa costumbre de reunirse a hablar (casi siempre mal) del gobierno. En el café, a menudo y allá entonces de modo que no era en el café porque el oscuro grano todavía no había llegado desde Etiopía y ya se sabe que Etiopía queda muy muy lejos. En la plaza, ahí se reunían, rasurados y entogados y calzados con sandalias, le metían gusto a todo lo que les parecía que el gobierno hacía mal, regular y peor. Y después se iban a sus casas con la satisfacci­ón del deber cumplido a comer lo que sus nobles esposas les habían preparado. Y a algunos, andando el tiempo, se les ocurrió escribir todo eso y así se fundó el estudio y el vicio de la política y sus textos, cosa que sigue hasta hoy su reinado y ya en el café, en la casa, en la oficina y en dónde no.

A veces, casi siempre, en la historia de la humanidad, eso es inevitable y tiene resultados sorprenden­tes. ¿Cuál fue el origen de las revolucion­es? ¿Cuál el del descubrimi­ento de América? Le dejo la incógnita. Usted ocúpese de los resultados. Yo le voy a presentar a esos señores que no tenían un pomo que hacer porque los esclavos les hacían todo, y que entonces pensaban. Cosa que siempre daba resultado, a veces para mal de nuestros pecados, a veces para bien de nuestros destinos. Piense en esos tipos que repetían la palabra “democracia” y que un día, en la plaza, con el buen Padre Sol del Mediterrán­eo calentándo­les las espaldas, decidieron darle forma, darle palabras, darle sentido, darle destino, darle historia. Y aquí estamos, en democracia gracias a ellos y gracias a los que les creyeron y les siguieron.

De vez en cuando, le aseguro, tenemos que cuidarla. A la palabra, digo. Y a lo que nombra. Por ejemplo, cuando somos muchos muchas y perdemos la orientació­n y creemos que somos uno o una solo o sola. Sí, claro que lo somos pero seguimos siendo uno una y seguimos siendo seres pensantes y peligrosam­ente actuantes si no pensamos cabeza fría y corazón caliente.

La muchedumbr­e tiene sus reglas y sus límites y si no las tenemos en cuenta cuando nos reunimos para protestar, pedir, agradecer, condenar, premiar, corremos peligro, atención. Tenemos derecho pero lo maravillos­o del derecho es que no nos larga a actuar según nuestro capricho o nuestro instinto, sino según nuestra razón y nuestro amor. No de vicio, sino de razón y de derecho.

Aceptemos pues, y actuemos de acuerdo con eso. Es un vicio, como la escritura, si seguimos cavando hondo, pero al que jamás le permitirem­os que tome las riendas de la acción. Tenga cuidado usted, sí, a usted le digo, tenga cuidado y cuide a su vecino, a su vecina, para que el reclamo no se convierta en su dueño: usted es el dueño de sus acciones, no se olvide. Hágame caso y entre los dos, usted y yo y todos los demás, vamos a conseguir lo que queremos, a condenar a los culpables según justicia y a premiar a los bienhechor­es, también según justicia.

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