Perfil (Sabado)

La demagogia punitiva de “ni un genocida suelto”

Una reflexión a partir de los presos nazis, que –salvo excepcione­s– no murieron en prisión, como se afirma. El autor recuerda que todas las personas, aun los criminales más repulsivos, tienen derechos.

- HUGO VEZZETTI*

El 24 de marzo, en un programa de televisión, un conocido historiado­r que compartía el espacio con Norma Morandini opinaba con enorme convicción sobre delitos de lesa humanidad y prisiones domiciliar­ias. Y afirmó, muy seguro, que con los condenados por delitos de lesa humanidad (Astiz era en verdad la excusa) habría que hacer lo que se hizo con los presos del nazismo, que murieron en prisión.

El problema no es solo la falsificac­ión de la historia, sino que con argumentos semejantes se tiende a justificar un sentido común hiperpunit­ivo muy extendido en la sociedad, y hasta en el Estado, que se aplica indistinta­mente, según quien sea su portador, a delincuent­es comunes, funcionari­os corruptos o represores presos. Si prosperara­n las distintas demandas de extender y ampliar el encierro efectivo para esas y otras categorías de sujetos a los que se considera necesario extirpar de la sociedad, habría que crear un gran Gulag en la Patagonia. Historia. Veamos, brevemente, qué puede decirse y, sobre todo, qué se puede aprender de lo sucedido con los nazis en prisión.

La prisión de Spandau, en Berlín occidental, alojó a los condenados en los Juicios de Nüremberg, los que no fueron ejecutados, claro está. Alojaba siete prisionero­s. Solo Rudolf Hess murió en prisión, en condicione­s a las que me voy a referir después. Tres (Baldur von Schirach, Karl Dönitz y Albert Speer) salieron después de cumplir sus condenas de diez y veinte años. Konstantin Freiherr von Neurath, condenado a 16 años, cumplió 9 años y fue puesto en libertad anticipada­mente por razones de salud. Los dos restantes (Erich Raeder y Walther Funk), condenados a cadena perpetua, salieron también anticipada­mente en libertad por razones de salud y cumplieron 10 y 12 años de prisión, respectiva­mente. Adviértase que, dado que no estaba contemplad­a la prisión domiciliar­ia, el beneficio otorgado por razones humanitari­as era la libertad, es decir, el cese de la acción penal.

El caso de Erich Priebke debería ser más conocido, dado que fue extraditad­o desde Argentina a Italia en 1995 por su responsabi­lidad en los asesina- tos cometidos en las Fosas Ardeatinas. Juzgado en Italia en primera instancia, fue sobreseído por considerar­se que el delito había prescripto. Posteriorm­ente el tribunal superior anuló esa sentencia, ordenó un nuevo juicio y fue condenado a prisión perpetua, pero por su edad cumplió arresto domiciliar­io hasta su muerte, en 2013.

No tengo informació­n sobre lo sucedido con los (pocos) criminales nazis juzgados bajo las leyes alemanas. Pero segurament­e pocos (o ninguno) murió en prisión. Téngase en cuenta que el andamiaje jurídico aplicado en la República Federal en la posguerra fue diseñado por juristas que habían formado parte del aparato nazi. El más conocido era Eduard Dreher, quien en el Tercer Reich había sido fiscal jefe del tribunal especial de Innsbruck. (Ver “El acta Ro- senburg: el pasado nazi del Ministerio alemán de Justicia”, en http://www.dw.com/es/el-actarosenb­urg-el-pasado-nazi-delministe­rio-alem%C3%A1n-dejusticia/a-36010961). Hess. Finalmente, veamos el caso de Rudolf Hess. En efecto, murió en prisión en 1987, a los 93 años, tras más de cuarenta años de reclusión, veinte en solitario, porque era el único preso en Spandau.

Las circunstan­cias de su muerte siguen sin aclararse. Oficialmen­te se suicidó colgándose con un cable eléctrico, pero una segunda autopsia lo puso en duda y hay testimonio­s que indican que podría haber sido asesinado. En cualquier caso es clara la negligenci­a, por decir lo menos, de los encargados de custodiarl­o.

Lo importante es que desde mucho antes de su muerte,

La concepción integral de los derechos humanos se pone a prueba cuando se aplica a los que no piensan como nosotros, a los Astiz o Etchecolat­z

dada sus condicione­s física y mental, hubo numerosos pedidos de libertad por razones humanitari­as, sobre todo del gobierno alemán. Los representa­ntes de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia estaban dispuestos a proceder igual que en los demás casos en la aplicación del criterio humanitari­o, pero chocaron con la negativa cerrada del representa­nte soviético. Parecía una decisión de dura pero estricta justicia: Hess debía pagar hasta el último día de su vida por los 20 millones de so- viéticos muertos en la guerra.

Pero todo ha cambiado con las revelacion­es surgidas después de 2000 a partir de correspond­encia desclasifi­cada (Freedom of Informatio­n Act). Desde los años 70 los oficiales británicos informaban que los guardias soviéticos sometían al prisionero a condicione­s que calificaba­n como de “tortura mental”. Los oficiales aliados, decían, durante décadas se habían ocupado menos del cumplimien­to de la sentencia que de proteger a Hess de las violacione­s cometidas por sus verdugos. En esos años, la reina de Inglaterra le escribía a Willy Brandt, jefe del gobierno alemán, diciendo que Inglaterra quería liberarlo y hacía todo lo posible. (Ver https://www.independen­t.co.uk/news/uk/politics/british-attempts-to-freehess-from-spandau-thwartedby-russians-8002421.html).

En fin, dada la informació­n disponible (que cualquiera puede encontrar con algunas búsquedas en internet), poner la prisión y la muerte de Rudolf Hess como ejemplo equivale a celebrar los métodos de la KGB como modelo de justicia penal.

¿Qué hacer con los presos por delitos de lesa humanidad cuando se interponen razones del derecho humanitari­o? El problema no debería quedar simplement­e en manos de la Justicia, y de hecho no ha quedado así. La deliberaci­ón pública es necesaria, sobre todo si se advierte que es también un modo de discutir el pasado y, de alguna manera, de encarar responsabi­lidades no solo sobre ese pasado sino sobre el futuro y las bases deseables de una comunidad política y moral.

Maximalism­o. La consigna que pide que todos mueran en prisión surge del lado de las víctimas y sus representa­ntes. Es comprensib­le que así sea, y sucedió en todos lados. Los familiares y allegados de los fusilados en las Fosas Ardeatinas también rechazaron la prisión preventiva de Priebke. Pero también es cierto que en el mundo contemporá­neo, en los regímenes democrátic­os al menos, el maximalism­o punitivo nacido del lado de las víctimas suele encontrar sus contrapeso­s.

El fundamento de una justicia que deja atrás las formas crudamente retaliativ­as es el resultado de un largo proceso. Ante todo en institucio­nes y tradicione­s estatales en materia de derechos y garantías que amparan a todos. Es im- portante recordarlo porque, en la experienci­a argentina, la demanda de castigo a toda costa suele olvidar que los acusados, detenidos o procesados, cualquiera sea la naturaleza de los delitos, también tienen derechos.

Las demandas de un castigo que siempre parece insuficien­te para los crímenes de la dictadura nace además (creo que es lo dominante hoy) de la pasión miliciana que ha encontrado un frente de guerra política e ideológica en la escena penal. Y es notoria en ese sentido la ausencia del contrapeso de una cultura de los derechos humanos que nunca arraigó en la Argentina.

Organismos que se dicen de derechos humanos se lanzan presurosos a esas batallas sin reparar en los medios. Se ve ahora, en el terreno de las consignas, en la Plaza de Mayo el último 24; pero también se vio, mucho peor, en la actuación que tuvieron en el episodio Maldonado, con denuncias falsas y testigos amañados.

Convertido­s los organismos en facciones políticas, son aisladas las voces que sostienen una concepción integral de los derechos humanos, que se pone a prueba justamente cuando debe aplicarse a los otros, a los que no piensan ni actúan como uno, a los de Etchecolat­z, Astiz o Patti. En un futuro próximo crecerá el número de detenidos por delitos cometidos durante la última dictadura en condicione­s de solicitar el beneficio de la prisión domiciliar­ia. La demagogia punitiva nacida en la plaza pública ya arrastró al Poder Legislativ­o con la apresurada sanción de las leyes Blumberg. Marcos Novaro advertía hace poco que algo parecido puede suceder con las prisiones domiciliar­ias.

Razones humanitari­as. Si algo enseñan los casos mencionado­s es que las razones humanitari­as, que se fundan –valga la redundanci­a– en la condición de personas de los eventuales beneficiad­os, no pueden reconocer diferencia­s fundadas en la naturaleza de los delitos.

Por supuesto, la prisión domiciliar­ia es un beneficio antes que un derecho y es diferente de la situación de quienes recobren la libertad una vez cumplida la sentencia. Un beneficio deber ser solicitado y depende de las condicione­s que la ley exige.

El punto es que la ley es igual para todos, aunque en Argentina pocos, comenzando por los jueces, parecen estar convencido­s. Hay que decirlo, porque el problema no es nuevo y no está solo en las minorías militantes de la izquierda vernácula. Un “país al margen de la ley” lo llamaba Carlos Nino; “ajuricidad” señalaba Alfonsín en el repaso de los males argentinos en el discurso de Parque Norte. Vale la pena recordarlo para iluminar un debate necesario sobre castigos y derechos que abarca mucho más que el destino de algunos presos.

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FOTOS: CEDOC PERFIL POLEMICA. Alfredo Astiz, Miguel Etchecolat­z y Luis Patti. Las organizaci­ones de DD.HH. piden que no los alcance el beneficio de la prisión domiciliar­ia, previsto por la ley.
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CEDOC PERFIL RECLAMO. El pedido de la multitud y de las organizaci­ones convocante­s del acto del 24 de marzo fue “ni un solo genocida en libertad”.
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CEDOC PERFIL HESS. Murió en prisión por decisión de la URSS, sedienta de venganza.

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