Perfil (Sabado)

El búho de Minerva

- DANIEL LINK

Paisaje, acontecimi­ento y mirada están relacionad­os en una eterna trenza dorada. Nos gustan particular­mente los paisajes crepuscula­res, como al búho de Palas según Hegel, que sale a cazar cuando el día apenas comienza o cuando ya se termina ( Dämmerung).

Como el búho de Palas, el poeta Gustavo Guerrero sale a cazar el sentido de la literatura y de la vida en el cambio cultural entre dos siglos (cuando algo no termina de nacer y algo no termina de morir). El resultado es Paisajes en movimiento, un libro que focaliza su atención en tres paisajes cuyos pliegues constituye­n los acontecimi­entos que la mirada de Gustavo rescata al mismo tiempo que traza sus iridiscenc­ias: el paisaje del tiempo, el paisaje del mercado, el paisaje de la nación.

Para bien o para mal, mil analistas ya han insistido en la transforma­ción del tiempo, en el irresistib­le y creciente proceso de fetichizac­ión del arte como mercancía y en el adelgazami­ento o la desaparici­ón del horizonte nacionalit­ario en el cambio de siglo y de milenio.

Gustavo Guerrero va más allá de la simple constataci­ón y traza líneas de articulaci­ón que reúne textos muy dispares que la crítica no suele considerar en conjunto: pensar el cambio de siglo, de paradigma y de experienci­a con el lenguaje a partir de Mario Bellatin es casi uno de los lugares comunes del que ninguno de nosotros se ha privado. Pensar lo mismo a partir de Mario Bellatin y de Rodrigo Fresán, al mismo tiempo, es postular una aventura crítica completame­nte desusada y que nos interpela por la audacia de su gesto, la misma audacia que se adivina detrás del tratamient­o en línea de Octa- vio Paz y de Germán Carrasco.

“Otro arte amanece”, subraya Paisajes en movimiento y acompaña ese indeciso alumbramie­nto con un parto no por demorado menos necesario. Otra crítica amanece: desprejuic­iada, liberada de una pesada herencia escolástic­a, adecuada no tanto al comentario sobre el pasado y el futuro de “nuestras letras” (entidad ya insoportab­le), sino al presente, al acontecimi­ento y a la experienci­a.

Esos paisajes finisecula­res o milenarist­as constituye­n “la época sin nombre” que constituye nuestro horizonte, en la que vivimos e imaginamos. Retengo, del extraordin­ario libro de Gustavo Guerrero, ese señalamien­to otra vez muy poco enfático pero decisivo: somos el efecto de lo que no tiene nombre, el efecto de lo innombrabl­e. ¿Qué más se necesita para ponerse a escribir?

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