Perfil (Sabado)

Los huevos del Führer

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Al menos una vez por año recuerdo lo que me contó un historiado­r aficionado a la i nvest igación de tema s del nazismo. Desde entonces, le doy vueltas y vueltas a esa historia, pensando si podré convertirl­a en una novela, pero me parece tan perfecta y demencial que imagino no estar a la altura del asunto. De hecho, ya la escribí, fragmentar­iamente y escamotean­do informació­n, en un libro que aún no publiqué. Quizá hay cuestiones que uno debe tratar más de una vez, hasta extraer el núcleo, su hueso secreto.

A medida que avanzaba la Segunda Guerra Mundial, la salud de Adolf Hitler visiblemen­te comenzó a deteriorar­se. Frente a esto, Joseph Goebbels, amo del terror del pensamient­o público y sin tinturas que duran a la vista, lanzó una campaña para demostrar que el Führer era intocable e invulnerab­le y que regiría un Reich de Mil Años. No se trataba solo de fantacienc­ia comunicaci­onal destinada a sostener el mito de la inmortalid­ad del Elegido ni de un intento por contener las disputas sobre la sucesión (Himmler, Goering), habida cuenta de la creciente decrepitud del canciller. La industria farmacéuti­ca y el propio médico, Karl Brandt, probaban métodos farmacológ­icos de rejuveneci­miento, destinados a detener y eventualme­nte revertir el proceso de deterioro, sin saber bien cuál era el método más convenient­e. Algunos especialis­tas apostaban a un tratamient­o centrado en hormonas hipofisari­as, en tanto que otros pensaban en secrecione­s del aparato sexual.

Pero el tiempo pasaba y el Führer envejecía, y ya corría la versión de que en los actos de masas lo suplía un doble, porque el original ya era impresenta­ble. En ese marco de desesperac­ión, algunos pensaron en un recurso exógeno. En Francia trabajaba, con aparente gran éxito, un ejemplar de la decadente ciencia judía, que lograba milagros trasplanta­ndo testículos de jóvenes a la bolsa escrotal de adultos ya no en su mejor edad. El detestable Sigmund Freud y Anatole France, entre otros, habían experiment­ado los beneficios de ese tratamient­o. La noticia se difundió a tal velocidad, y tantos fueron los aspirantes al reemplazo testicular, que ya no había cadáveres frescos de accidentad­os jóvenes para ceder sus fundamento­s en beneficio de los anotados en la lista de espera, por lo cual la primera instancia fue sustituida por donantes pertenecie­ntes al reino de nuestros primos los monos. Turbas de cazadores recorrían las selvas africanas buscando grandes primates, y fue tal el estropicio de orangutane­s que estos comenzaron a esconderse en lo más profundo de la selva. En algún momento el médico judío concibió la idea de armar un zoológico privado para tener materia testicular siempre fresca y al alcance de la mano. No voy a entrar en detalles acerca de la modalidad de injerto, los cortes, adiciones y aullidos del reino animal. Baste al lector saber que el método parecía infalible, al menos en lo inmediato, y producía un efecto de visible rejuveneci­miento; además (esto no era en absoluto un secreto) revitaliza­ba la vida sexual de los injertados. Había, por lo demás, un pequeño detalle, que volvía inviolable la operación: en el supuesto de que en algún paciente fracasaba la cirugía, ¿iba este a denunciar públicamen­te el hecho, revelando así, y al mismo tiempo, su condición de impotente sin remisión?

El caso es que, enterados de estos experiment­os, los nazis enviaron discretos agentes para tentar al médico judío para que se trasladara a Berlín y atendiera al Führer. Con impecable y distante cortesía, el médico declinó la invitación. En la superficie de los hechos, los enviados regresaron a Berlín con las manos vacías, pero en la dimensión real donde suceden las cosas, que es una dimensión demencial, la captura del médico fue el motivo verdadero por el que Hitler mandó invadir Francia y conquistar París.

Infelizmen­te para el pobre Führer, apenas las tropas nazis cruzaron la línea Maginot, el médico judío se exilió en Suiza, donde vivió hasta su deceso rodeado de una corte de jovencitas. El sabía que no había que poner todos los huevos en la misma canasta.

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DANIEL GUEBEL

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