Wes Anderson y su animada maravilla
La obra de Wes Anderson ha logrado convertirse, como bien la identificaba Michael Chabon, en algo que concibe la “miniatura” como forma máxima de contener todas aquellas cosas que, indefectiblemente, están rotas del mundo y que vamos notando, esas resquebrajaduras, desde pequeños. Por esos sus sets son más que un mero show, por eso sus caricaturas pueden ser más que publicidades de Gucci, por eso ha podido ser la caligrafía más preciosa del cine moderno norteamericano y también matrix de la estética publicitaria actual. En esos dioramas, en esos mundos de cine orfebres, artesanales, cuidados y lamentados, donde la familia es maldición y donde la escala aplica también al corazón, Anderson se ha pisado la cola con la misma intensidad que ha generado bombas atómicas emocionales así de chiquitas y así de devastadoras.
Isla de perros es su retorno a la animación stop motion, cuadro a cuadro. Es la prueba de que su mundo es uno donde lo vasto no limita los sentimientos, donde el desamparo tiene cura (por momentos, claro). Sea un niño japonés en busca de su exiliado perro guardián o un perro callejero abandonado en una isla donde canes enfermos viven afuera de Tokyo.
La desolación, entiende Anderson, nos hace graciosos, patéticos y humanos. Y los demás, esos objetos que nunca entendemos, cargan el mundo: hacen de cada rincón, cada detalle (si sabemos leerlo) un universo de distancias. Es el exilio de la memoria lo que duele en Anderson y esta película lo sabe, pero eso no implica que no muerda. Anderson hace de cada plano un prodigio (es bella, antes que nada, antes que gratuita) y es sentida, porque cree en la perspectiva de cariño entre sus personajes. La distancia no implica desapego, dijo Chabon, y Anderson es la prueba con dientes, estilo y paciencia de que el mejor amigo del cine es alguien que cree en el romanticismo tanto como en las pulgas.