Perfil (Sabado)

Revalidar el consenso básico de 1983

- DAMIAN TOSCHI*

La democracia, además de ser el sistema político que tiene por desafío conciliar libertad individual e igualdad de oportunida­des para alcanzar su condición plena, supone también un conjunto de reglas básicas que ordenan el comportami­ento particular y colectivo. Si esas normas de convivenci­a no se cumplen la sociedad toda queda a merced de un brote tiránico, cuyas consecuenc­ias resultan trágicas e impredecib­les.

Como antídoto, entonces, el diálogo es central. El mismo permite procesar los conf lictos y armonizar intereses en tensión. Además, el honesto ejercicio dialéctico de escuchar y exponer arg umentos tiene que ser v ir para iluminar la razón. En ese camino de entrega mut ua, los i nterloc utores sensatos pueden cuestionar sus propias ideas, e incluso hasta cambiarlas. Un claro ejemplo lo dieron Graciela Fernández Meijide y Héctor Leis en su intercambi­o sobre los años 70. El desafío parte de una premi- sa: no hay lugar para el agravio y la descalific­ación.

Lejos de lo deseable, el presente tiene rasgos de agreste banalidad. Va una muestra. Desde un simplismo, hay quienes igualan gobiernos democrátic­os con experienci­as de facto. En su momento, no faltaron sectores desmesurad­os que tildaron al kirchneris­mo de dictadura. Hoy ocurre algo similar con Cambiemos: grupos minúsculos, con poder de acción en la esfera pública y vértice aglutinado­r con algunos sectores de la oposición, fuerzan un grotesco parangón entre el oficialism­o y el período militar 1976-1983.

En este contexto, la docencia histórica se impone como tarea. Para ello es necesario hablar del pasado, contemplan­do matices y circunstan­cias. Solo así se podrán desmontar planteos maniqueos que justifican comparacio­nes absurdas. Frente a tal desafío, en tanto, desde Balcarce 50 emana un discurso de futuro permanente. Esta apuesta, que constituye un error político y un defecto metodológi­co y argumental, se explica por dos razones. Una: la línea directriz que impone el PRO en la coalición gobernante. Y dos: la estrategia de diferencia­ción del oficialism­o respecto del gobierno anterior, cuya sacralizac­ión del setentismo fue un parteaguas total.

Al margen de las valoración que pueda hacerse sobre el gobierno actual, o sobre cualquier período constituci­onal anterior, la equiparaci­ón democracia-dictadura es un síntoma de analfabeti­smo cívico con evidentes aristas nocivas, a saber: desconoce y menospreci­a la legitimida­d de origen de un gobierno surgido de comicios libres; banaliza la idea de libertad y la práctica política como motor de transforma­ción. A la vez, trastroca los principios republican­os de debate y legalidad, volviéndol­os elementos decorativo­s de la anomia general. Pero hay algo más: el debate sobre los Derechos Humanos también aparece teñido por esta igualación funesta.

Hace 35 años, la democracia reconcilió a los ciudadanos con la política y la paz. Tras la ajuridicid­ad de la dictadura, el gobierno de Raúl Alfonsín hizo revivir el Estado de Derecho, las libertades públicas y las nociones de pluralidad, respeto y tolerancia. Hoy, en cambio, mientras la “grieta” se erige en el concepto comodín que todo lo explica, se debilitan la convivenci­a pacífica y diálogo civilizado. Así la calidad democrátic­a se deprecia día a día. Para modificar esta realidad es necesario que la dirigencia política y la sociedad retomen los valores fundantes de 1983. Revalidar aquel consenso básico perdido sería un buen primer paso para mejorar colectivam­ente.

La democracia reconcilió a los hombres con la política y la paz

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