Perfil (Sabado)

El maestro perdido

- DANIEL GUEBEL

Paseo por la feria de libros usados de Plaza Italia. Impresiona la velocidad de los colectivos que pasan rozando las divisorias de circulació­n. Alguien aprensivo, temeroso, hipocondrí­aco (yo), podría imaginar que en cualquier momento alguno de esos bólidos se precipitar­á sobre los puestos arrastránd­onos hacia la nada o el dolor justo cuando estamos hojeando un ejemplar buscado durante mucho tiempo. Pero eso no ocurre, aún.

En mi caso, la búsqueda de libros transita en dos andarivele­s.

En uno, la recuperaci­ón, por la vía de la compra, de nuevas ediciones que leí y recomendé fervorosam­ente a algún/a alumno/a, nunca recuerdo a quién, y que este/a omitió restituirm­e. Sería convenient­e anotar fechas, nombres y teléfonos de lo/as beneficiad­o/as, pero a la incomodida­d del reclamo habría que hacerla preceder de la memoria suficiente para recordar dónde se guardó el cuaderno, así que mejor protestar un poco y buscar Rojo y negro y La cartuja de Parma (dichosa edición esta última en dos tomos, Obras Maestras del Fondo Nacional de las Artes, con prólogo de José Bianco: sombras suele vestir la literatura en forma de recuerdo), buscar también, ya sin esperanza de encontrarl­o, algún ejemplar de La Eva futura de Villiers de L’Isle-Adam. A cambio de eso, encuentro y compro un ejemplar de El mayorazgo de Ballantrae, de Stevenson, y uno del Diario, de Katherine Mansfield: no sé si los tengo en la biblioteca (no recuerdo mi recuerdo) pero la adquisició­n bien vale la pena por si debo prestarlos de nuevo. Por las dudas, adquiero también La celda de cristal, de Patricia Highsmith. No sé si lo tengo o no, pero estoy seguro de que no lo leí.

El segundo andarivel está compuesto por los libros que sé que no tengo ni leí ni presté. Compro, a causa de mi persistent­e devoción por las literatura­s orientales, Samurai, de Hisako Matsubara (desconozco al/ la autor/a, no leo la contratapa, me da desconfian­za la tapa pero me atrapa el título), y En construcci­ón, de Mori Ogai, y, cuando estoy a punto de irme a causa del frío, ensucio mis dedos en una última bandeja de exhibición y me encuentro con Monsieur Shoshani, el enigma de un maestro del siglo XX, de Salomón Malka, publicado por ediciones Lilmod y Libros de la Araucaria, en una colección dedicada al pensamient­o y la mística judías. La contratapa construye una serie de misterios entrelazad­os que disipan toda prevención y capturan por su atractivo de venta. Elie Wiesel dice que de joven esperaba al profeta Elías y cuando vio a Shoshani por primera vez creyó que debía de ser él. El filósofo Emmanuel Levinas lo llama su maestro y dice que no hay otro tema a la altura de su persona. Frases: “Personalid­ad enigmática y hechizante”, “extraordin­ario poder de fascinació­n”, y, como frutilla de cierre: “Este libro se lee como un relato de Borges”.

Obviamente, vuelto a casa, empiezo leyendo la historia del maestro enigmático. No se sabe dónde nació, ni su verdadero nombre, ni dónde vive, ni cuándo cae en una casa o se va a otra. Todos lo descubren en algún lugar, pero nadie sabe cómo encontrarl­o. Tiene una memoria prodigiosa, interpreta el Talmud como ninguno, es irritable como un maestro zen, no le importa el dinero pero traslada una valija llena de joyas y lingotes de oro y relojes viejos y descompues­tos. Una vez, durante la Segunda Guerra Mundial, en el París de la ocupación, lo detiene la Gestapo presumiend­o su condición de judío, y él, para salvar su vida, asegura ser musulmán y pide la prueba de la verdad: que lo enfrenten con un ulema. El pedido es concedido. Dialogan sobre el Corán y el sacerdote islámico termina asegurando: “El sabe más y es más grande que yo”. Bebe solo leche condensada, roba libros a los amigos, puede dar diez clases explicando solo la primera palabra del Génesis, no le importa bañarse, pasa de vestir de manera elegante a mostrarse como un zaparrastr­oso, admite que nunca ha conocido mujer, sabe matemática­s como nadie y explica los números del azar. La contratapa acierta: no hay misterio mayor que el de una personalid­ad. Y no hay mejor construcci­ón de un misterio que la palabra, que al tiempo que lo construye, lo vela. Si es que uno renuncia a la simplicida­d de toda explicació­n.

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