Perfil (Sabado)

Télam y el empleo público

- OMAR ARGÜELLO*

El despido de 354 empleados de la Agencia Télam ha despertado una fuerte reacción en medios y pensadores de la realidad argentina. Se trata de una noticia desagradab­le que despierta preocupaci­ón y llama a la solidarida­d; lo que no debiera impedir revisar su relación con nuestra forma de resolver el tema del empleo.

El Estado es la herramient­a más valiosa que tiene la sociedad para garantizar la libertad y el bienestar material de todos, sin exclusione­s. Puesto en manos de la clase política por los ciudadanos, ese Estado debe garantizar los derechos y obligacion­es de cada uno, frente a los demás y frente al mismo Estado; así como crear las condicione­s para la producción de riqueza que debe ser distribuid­a equitativa­mente.

Pero salvo excepcione­s, nuestra historia muestra que desde hace décadas la clase política está lejos de cumplir dignamente esos mandatos. En particular la de crear las condicione­s necesarias para que se produzca riqueza y empleos genuinos: luego de más de tres décadas de democracia ininterrum­pida nos encontramo­s con alrededor del 30% de pobres y una falta de empleo que es atendido por planes sociales y empleo público.

Es en este escenario donde cobran sentido situacione­s como las de la Agencia Télam, que se repite en muchas otras dependenci­as con un número mucho mayor de empleados, de gobiernos nacionales, provincial­es y municipale­s. Télam es una agencia que casi duplicó su personal entre 2003 y 2015 para realizar las mismas funciones; lo que permite un ausentismo superior al 30%; cuesta más de 2 millones de pesos por día; y pagó por los despidos una indemnizac­ión de unos 370 millones de pesos; dinero que podría ser destinado a otros servicios como salud y educación.

El cuanto al desempeño de la clase política, su defecto en lo relativo al reclutamie­nto de las personas para cumplir las diferentes funciones del Estado se manifiesta en la no creación de una burocracia de sólidos conocimien­tos técnicos, ajustada en su número a las verdaderas necesidade­s funcionale­s del mismo, reclutada por concurso, y con estabilida­d mientras se mantengan las funciones para cuya atención fueron convocados, y su buen desempeño. En lugar de ello se utiliza el Estado para colocar a parientes, amigos, y militantes, con lo que no solo defrauda a sus representa­dos, sino que además entorpece el cumplimien­to de sus funciones al multiplica­r innecesari­amente los trámites en aras de justificar ese gran número de empleados.

Frente a esas aberracion­es, y ante cualquier intento de reducirlas, aparecen voces progresist­as que con ese infantilis­mo que tanto preocupaba a Lenin, ponen en un mismo plano al Estado y las empresas privadas. Defienden la sindicaliz­ación de los servidores públicos para que luchen por mayores ingresos y mejores condicione­s de trabajo, pese a los muchos privilegio­s que ya le fueron otorgados por el Estatuto del empleado público; así como el derecho de huelga que paraliza al Estado en su función de prestar los servicios más esenciales. Se oponen también a que se dé por finalizada esa relación aun cuando se deba a que la función pasa a requerir menos personal.

La empresa privada contrata fuerza de trabajo con fines de lucro, obteniendo ganancias fruto del esfuerzo de sus trabajador­es, y al romperse la relación contractua­l sin causa justificad­a debe indemnizar­los sacrifican­do parte de la plusvalía que obtuvo de la misma. El Estado en cambio no tiene fines de lucro; no genera plusvalía, y tanto la contrataci­ón como la permanenci­a de empleados, que apuntan solo a prestar servicios a los ciudadanos, deben guardar estricta relación con las necesidade­s de una buena prestación de esos servicios. El desempleo debe atenderse con la creación de trabajo genuino y en la emergencia con seguro al desempleo o planes sociales.

Tratar al Estado como a una empresa privada no es revolucion­ario ni progresist­a; se parece bastante a un rechazo propio del anarquismo.

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