Perfil (Sabado)

Lo queer, un atentado político

- DANIEL LINK

En La preparació­n de la novela, Roland Barthes recuperaba, con la melancolía del caso (porque “para nosotros... es inconcebib­le en el orden político”) el principio del Tao, que se expresa en el Wu-wei, el no actuar. El Wu-wei es mucho más que el rechazo del acontecimi­ento. Es un método que implica una conducta de vida. No solamente evitar el acontecimi­ento, sino además no suscitarlo: no hacer nada malo, para no ser castigado; no hacer nada bueno, para no ser cargado de funciones absorbente­s una vez adquirida una reputación. Abstenerse de ejercer autoridad, de llenar una función. No juzgar, hablar poco, no reconocer las oposicione­s lógicas y morales y, de manera general, toda distinción.

Ese deseo irreprimib­le y al mismo tiempo irrealizab­le, el Wu-wei, tiene incidencia­s políticas absolutame­nte escandalos­as porque toda nuestra civilizaci­ón se funda en el Querer-Actuar (y el Querer-Asir), que implican un rechazo frontal a cualquier forma de anonadamie­nto, a cualquier desfuncion­alización, a la vida que se niegue a ejercer autoridad sobre los otros.

Roland Barthes aisló esa noción precisa y preciosa como algo muy específico, muy cerca de una noción que, sin embargo, él no nombra: Wu-ming. Ese nombre fue, durante mucho tiempo, el que se daban a sí mismos los disidentes chinos y, más cerca en el tiempo, el nombre que adoptó un colectivo de escritores milaneses. Wu-ming es tanto lo anónimo como lo innombrabl­e, tal como queda claro en la tercera frase del Tao Te Ching: Wu ming tian di zhi shi, “Sin nombre es el origen del cielo y de la tierra” ( Wu Ming quiere decir, además, “no entiendo” en cantonés).

Recordé estos fragmentos de sabiduría extrema hace unos días, cuando la televisión recuperó una noticia del mes de marzo. Yo volvía de hacer trámites: entregar informes de investigac­ión, firmar declaracio­nes juradas de cargos, presentar comprobant­es que acreditaba­n mi participac­ión en un congreso, firmar actas de evaluación, pedir renovacion­es de contratos para personas que trabajan conmigo y, agotado como estaba de unas acciones que poco y nada tienen que ver con mi vida, salvo en el sentido de minarla lentamente, de acercarla cada vez un poco más a la muerte, escuché a dos conductore­s de televisión diciendo que “Sergia” era inmoral, un escándalo que no debía tolerarse, que su decisión era repugnante.

Sergia, como se sabe, se entregó al Wu-wei y al Wu-ming: lo innombrabl­e y el fin de la esclavitud (nada más esclavizan­te que trabajar y, encima, hacerlo en una regional de la AFIP). Esa persona decidió cambiar de género, tal como la Ley argentina permite, lo que le dio derecho a jubilarse cinco años antes. ¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué no fundar en ese acontecimi­ento el cese de todos los demás?

Yo mismo, cuando me enteré de su decisión, fantaseé con seguir sus pasos. Le dije a mis hijos y a mi marido que no tenía ganas de esperar la reforma previsiona­l para ver cómo la derecha me arrebataba la posibilida­d de escaparme de la muerte en vida a la que los trabajos que hacemos nos condenan. Dado que me llamo Daniel A(lejandro) Link, ¿por qué no presentarm­e ante el Registro Civil para pedir la corrección de mi nombre a Daniela Link? ¿A quién podría importarle? ¿A quién podría perjudicar? Aparenteme­nte la sociedad no está dispuesta, como Roland Barthes había previsto, a una fuga hacia adelante como ésa: un glorioso shabat anticipado, la sustracció­n del propio cuerpo y la propia imaginació­n a toda forma de dominio y normalizac­ión.

La ley argentina, muy generosa, permite el cambio de género sin exigir ningún tipo de intervenci­ón médica, psiquiátri­ca o cosmética: entiende que cada cual será responsabl­e de su propio destino y de su nombre. Pero la sociedad pretende que el cambio de género se funde en un malestar, y no en un proyecto de alegría, de desujeción, de emancipaci­ón del yugo esclavista.

Cambiar de género, pero no para llenar una función diferente, sino para no desempeñar ninguna. Cambiar de nombre para acercarse un poco más a lo innombrabl­e: ¿papá, mamá, abuela, abuelo? Sigamos los pasos de Sergia, la reina del shabat, y que chillen los idiotas útiles.

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