Perfil (Sabado)

Los libros condenados

- DANIEL GUEBEL

Hace unos años escribí una novela corta basada en una de las historias más atractivas que descubrí: el manuscrito Voynich, un libro en apariencia medieval, escrito en una lengua artificial), e ilustrado con dibujos de mujeres desnudas y constelaci­ones que podían ser gametos o disposicio­nes atómico-nucleares y con plantas que no se conocían en Europa. Durante siglos el libro pasó de mano en mano y permaneció indescifra­ble, atravesaba la historia de Europa como la valija que arma la acción en las películas de Hitchock. E incluso se sospechaba que podía haber sido fraguado por su descubrido­r, Wilfred Voynich, un anticuario que a principios del siglo XX solía falsificar pasaportes para los bolcheviqu­es. En el momento en que descubrí la historia, y como lo ignoraba todo al respecto y no conseguía bibliograf­ía que me instruyera sobre el asunto, livianamen­te fui levantando material de internet (no era la primera vez que lo hacía ni será la última), juntando buena y mala informació­n al respecto, llenando los huecos documental­es con esos datos, y si no, inventándo­los, ya que no intentaba un trabajo académico sobre la autenticid­ad o no de un texto y sus sentidos, sino escribir una ficción especulati­va sobre las posibilida­des infinitas de la interpreta­ción.

Uno de los libros que más se mencionaba como fuente en internet era Los libros condenados, de Jacques Bergier, autor lleno de hipótesis sospechosa­s y dueño de una imaginació­n paranoica, que lo llevaba a sostener la existencia de una conspiraci­ón milenaria, urdida por una abstrusa secta denominada Hombres de Negro, que a lo largo de las épocas recorrían el mundo quemando libros ocultos que di- fundían secretos místicos o cósmicos o científico­s que no debían ser revelados a causa de la insuficien­te evolución de la humanidad.

La hipótesis era tan convencion­al como tentadora, así que entre tantos busqué Los libros condenados durante años. El otro día, por azar, revisando una librería de viejo, cayó en mis manos. El libro es, evidenteme­nte, fuente de autores de la clase de Dan Brown, pero su rejunte de datos y de inventos tiene su encanto. Le dedica un capítulo al manuscrito Voynich (nada nuevo, viejo), y uno a John Dee, un alquimista y espía inglés, otro de los posibles autores del manuscrito como falsificac­ión, destinada a sacarle plata al crédulo Rodolfo II de Habsburgo, coleccioni­sta, esteta y mecenas. Para lo que iba a contar, me quedé corto de espacio. El misterio continúa.

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