Cuando no se logra dilucidar si lo ordinario se hizo a propósito
DJUAN MANUEL DOMÍNGUEZ esde la aparición de El
conjuro, James Wan se ha convertido prácticamente en una marca gracias a la importancia a) de su firma y b) de su universo de exitosas películas (donde ha oficiado como productor y director), films basados y/o derivados de los casos de los Warren, una famosa pareja de parapsicólogos. El conjuro, como marca, ha revitalizado la fe comercial en el terror. De paso, las productoras aprovechan costos más bajos que contratar a Robert Downey Jr., y de ahí puede inferirse el porqué de la fiebre reproductiva que todo lo salido de El conjuro ha generado.
Lo fascinante de este relato sobre un demonio que posee a una monja es que, intencionalmente o por mera torpeza, termina asemejándose a las producciones de terror de los años 60 y 70 de clase C. Esa duda pone entre almohadones las virtudes y los tropiezos de la película de Corin Hardy. Por momentos, el terror apela a su uso más básico en la actualidad: lanzar contra nosotros, sea a base de sonidos subidos a volumen 1000 o de cosas que suceden en un segundo, situaciones y monstruos que estresan. Pero lo cierto es que una iglesia gótica y la idea de una monja diabólica logran apelar a cierto terror básico, casi caricaturesco, que la película sabe usar como medalla y disfraz de Halloween. En esa oscilación entre el susto más de YouTube que de pantalla de cine y unos ecos de cierto cine que se respiran es donde se genera cierta simpatía por una película que confía más en su hype, su iconografía y su explotación que en cualquier otra modernidad.