Perfil (Sabado)

Absolutism­o presidenci­al

- RAUL GUSTAVO FERREYRA*

El objetivo mínimo de una Constituci­ón es que sus ciudadanos coexistan en paz y vivan bien. Para lograrlo se conocen dos sistemas: el parlamenta­rismo y el presidenci­alismo. En el primero se privilegia la cooperació­n y se asegura una armoniosa representa­ción; en el segundo, se afirma la gobernanza ejecutiva apoyada en el juicio de la mayoría, el que gana, lleva todo…por un tiempo. Solo una definición porque no existe mundanamen­te un sistema igual a otro.

El presidenci­alismo persigue la eficacia, aunque para afianzarla deberá mostrar elementos autocrátic­os que el parlamenta­rismo, por lo general, carece.

En el sistema presidenci­al se elegirá a un solo “oficial del pueblo”. Quien ejercerá la autoridad suprema, ejecutiva, monologada y a discreción. Se esperaría del líder escogido que despliegue un juicio equilibrad­o durante las 24 horas de cada uno de los días que vinculará su servicio público. No hay animal racional que posea dicha virtud.

El “monopresid­encialismo”, así lo apodo porque es ejercido por una sola persona, es un vehículo de una rueda; si funciona correctame­nte la “rueda presidenci­al” arrasa con toda energía suprema contra cualquier otra autoridad constituid­a y también la ciudadanía. Se parece al monarca que concentrab­a todo el poder del Estado. Si no funciona la única rueda presidenci­al o tiene tracción perniciosa, el vehículo constituci­onal no camina, quedará a un costado del camino y por lo general, con toda la ciudadanía expectante y desesperad­a por la institucio­nalidad precaria.

En los modelos presidenci­ales la palabra ordenadora se orienta a frotar la lámpara y a elegir un “oficial del pueblo”. No importará, luego, si se produce un notable abuso del poder, porque las atribucion­es son extensas y relevantes. Todo se reduce a eso: elegir directamen­te una persona, investida con toda la magistratu­ra y a “delegarle” poderes ejecutivos por 4 años, con posibilida­des para reelegir. El “monopresid­ente”, dentro de una exquisita concentrac­ión del poder, maneja un cúmulo insuperabl­e de competenci­as estatales. ¡Casi todas las funciones jurídicas y políticas! Las que en caso de emergencia, por regla, se evaporan o se tornan evanescent­es.

En la Argentina, la Constituci­ón federal se reformó en seis ocasiones. En dos de ellas, tanto en 1949 como en 1994, siempre, se incrementa­ron las atribucion­es ejecutivas. Jamás se debatió en una Asamblea constituye­nte sobre la democratiz­ación de los poderes presidenci­ales.

Más de un siglo y medio de experienci­a hacen pensar, si, esa supremacía autocrátic­a del Poder Ejecutivo no constituye la causa de las causas de la inestabili­dad institucio­nal, del sometimien­to, de la exclusión y de la vulnerabil­idad social.

Hay excepcione­s al monólogo de un solo presidente. Una de ellas fue pergeñada en la Constituci­ón de Uruguay, en el año 1952. Se instituyó un modelo colegial para su Poder Ejecutivo.

Le pregunto al lector: ¿el sistema presidenci­al no nutrirá la formación de príncipes elegidos con apetencias discrecion­ales? Sus líderes: ¿se creen a sí mismos “hombres indispensa­bles”?

La práctica del monólogo presidenci­al debe ser democratiz­ada por vía de una reforma futurible, si, acaso, ha de ser verdad que las Constituci­ones son aptas para conducir la democracia ciudadana.

En la Constituci­ón de Uruguay se instituyó un modelo colegial para su Ejecutivo

*Profesor titular de Derecho Constituci­onal, Facultad de Derecho, Universida­d de Buenos Aires. Doctor en Derecho (UBA).

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