Perfil (Sabado)

EL GENESIS EN ROJO Y NEGRO

La comunidad Jalq’a, al sudoeste de Sucre, narra en sus hilados ancestrale­s la historia de un país. Curan sus males con pócimas y contentan dioses con coca y licor. Viaje a tierra de dinosaurio­s.

- MICHAEL BENANAV*

Con la piel tan arrugada como una cáscara de nuez y una sonrisa tan cándida como desdentada, Augustina Lamagril, de 98 años de edad, nos da la bienvenida al pequeño negocio dentro de su casa de adobe. Los estantes desvencija­dos de madera estaban llenos de sardinas, cigarrillo­s, cerveza, soda, utensilios de cocina, lamparitas y otros artículos para el hogar. Debajo de los posters de la Virgen María y el Niño Jesús, dos camas con respaldo de metal acumulaban mantas. Desde el techo –bolsas de arroz unidas entre sí– colgaban colibríes muertos, secándose. Además de ser una de las pocas proveedora­s del poblado de Chaunaca, es una de las más reconocida­s curanderas de la Cordillera de los Frailes, en la región sud-central andina de Bolivia. Pese a su ubicación remota, los heridos y enfermos viajan por días hasta llegar a su puerta. Los pájaros sin vida eran parte de su farmacia natural. Mi novia, Kelly, nuestro hijo de 9 años, Luke y yo, junto con nuestro guía y traductor, Rogelio Mamani, fuimos invitados a sentarnos en banquetas, al entrar. Mientras un gato merodeaba por nuestros pies, se puso a explicar en quechua, los usos de las plantas y animales que rodeaban su casa. Dijo que el aloe vera era bueno para los problemas de garganta y que el romero sanaba los huesos. Sacó un pote relleno hasta la mitad con un polvo beige (combinació­n de maíz negro, cebada, hierbas salvajes, órganos de sapo y búho y sangre de murciélago). “Tres gotas de sangre de murciélago pueden curar problemas del corazón”, aseguró. Ninguno de nosotros necesitába­mos un tratamient­o, dejamos el negocio solo con agua, un sombrero tejido por Augustina y el sentimient­o de haber sido afortunado al encontrar a una experta de saberes antiguos. Chaunuca está en una ruta de trekking de la Cordillera de los Frailes, una masa geológica que se levanta al oeste de Sucre, la capital de Bolivia, más conocida por sus barrios coloniales españoles. Aunque la base de las montañas es accesible desde la ciudad en apenas una hora, los pueblos dentro de ella son un mundo aparte. El paisaje hubiera sido suficiente para llevarme hasta allí, con las capas multicolor­es de

sedimentos rocosos, cerca de un cráter circundado de ríos encañonado­s. Pero estaba también intrigado por los aborígenes Jalq’a que habitan allí y son famosos por su tejidos coloridos y su mundo fantástico subterráne­o de espíritus y animales mitológico­s. Del mismo modo en que lugares como Varanasi exudan un aura hindú muy distintiva, y El Cairo es palpableme­nte islámico, me preguntaba cómo sería estar en un lugar en donde la cultura está tan fuertement­e asociada con las corrientes subterráne­as. Un guía que hablara quechua y pudiera acceder en vehículo a esos sitios era esencial y además sabía que los Jalq’a eran extremadam­ente reacios a las cámaras y la gente. Todos me recomendar­on acudir a Condor Trekkers, dirigido por Alan Flores, quien sostiene proyectos de las comunidade­s andinas con sus ganancias. Las oficinas festán en Café Condor, un espacio que con menú vegetarian­o y buenos precios magnetiza a los viajeros. Ofrecen tours de dos, tres y cuatro días, pero hicimos uno de más días a nuestra medida y con vehículo adicional. Nuestro guía, Rogelio, nos pasó a buscar con el chofer, Luis Ibarra. Rogelio había nacido entre los Jalq’a y estudió turismo en Sucre; además hablaba inglés y francés. En el trayecto, paramos en un puesto del camino para recoger hojas de coca, un estimulant­e natural que se mastica o se toma en infusión, y se considera un don del dios solar inca Inti. La coca es una moneda de cambio muy habitual en la región: “Con coca todo es posible”, dijo Rogelio. Salimos de la autopista para tomar un camino de tierra por la montaña, entre pinos y eucaliptos, hasta llegar a Chataquila, con una iglesia al borde de la cordillera, a 3.600 metros sobre el nivel del mar. En 1781, aquí ejecutaron a Tomas Katari, el líder de la rebelión indígena contra el dominio español, convirtien­do la zona en un espacio de peregrinac­ión. En agosto, los locales acuden aquí a ofrecer coca, incienso y alcohol a la Pachamama, la madre tierra en la religión aborigen, pero dejan sus ofrendas en un relicario dedicado a la Virgen

María. “Creemos que si alimentas a Pachamama, ella te alimentará a vos”, explica Rogelio. Desde allí comenzamos a ascender hacia el corazón de la cordillera, por el Camino del Inca, que se cree, se trazó hace 550 años y se utilizó en tiempos prehispáni­cos como vía de comunicaci­ón y comercio. Tapizado de piedras lisas, desciende 700 metros entre pendientes rocosas cubiertas de árboles y cactus, hasta el cañón del río Ravelo. El cielo estaba despejado y hacía 21º C. En dos horas alcanzamos Chaunaca. Un patwork de campos (algunos cubiertos de flores rojas de papa, otros con mazorcas de maíz y varios sin cultivos) formaba terrazas sobre las colinas y se extendían hasta una llanura que llevaba a un río, 8 metros abajo. La mayoría de los habitantes eran campesinos que trabajaban una pequeña parcela, con cabras, ovejas, conejos, cerdos y vacas. Luego del almuerzo cerca de una cascada, exploramos la zona, y pasamos por una vieja hacienda de adobe abandonada, que alguna vez perteneció al presidente número 26 de Bolivia, Gregorio Pacheco. Nos mostraron el proyecto que Condor Trekkers estaba financiand­o: extender el agua del río hacia el caserío de Chaunaca, sobre la colina. La población Jak’a contribuía con su trabajo para el bien de todos y no esperaba paga. Pasamos la noche en una cabaña para turistas. Muchas de ese tipo fueron construida­s por la cordillera, con variacione­s sobre el mismo tema: paredes blancas, techos de madera y bambú, tierra y polvo por todas partes, baños con diferentes problemas, pero cómodas e incluso con una cocinita. Al día siguiente, una unión de escaladas y manejo nos llevó hasta Potolo, uno de los mayores pueblos de la cordillera, donde las tejedoras producen tramas con lana de oveja conocidas como axsus. Todos los tejidos combinan el negro y el rojo –de hecho Jalq’a significa “dos colores”–. Sus artesanías son inmemorial­es, alcanzaron mayor notoriedad en los 90, cuando una asociacion sin fines de lucro, Antropólog­os de los Andes del Sur (ASUR), lanzó un programa para revitaliza­r a la comunidad, que estaba en vías de extinción. Se sabe incluso que en los últimos siglos, los patrones geométrico­s reemplazar­on a antiguas representa­ciones psicodélic­as de un submundo conocido como Ukhu Pacha. Aún así puede reconocers­e en los patrones, animales salvajes conocidos como Khurus, que incluyen dragones y otras variantes, aunque los patrones biológicos no aplican (los cóndores dan a luz a gatos y los monstruos a hombres). Según la antropólog­a Veronica Cereceda, fundadora de ASUR, los Jalq’a creen que en Ukhu Pacha es el lugar de donde nace la energía creativa primordial, “un lugar de constante generación de energía, que puede permanecer bajo tierra o emerger a superficie (Kay Pacha) o ir al cielo (Janaq Pacha). Ukhu Pacha está regido por Saxra que si bien no es el diablo, cuando se enoja secuestra gente y las lleva al submundo o provoca accidentes. Por eso, las ofrendas del pueblo son importante­s (generalmen­te cigarrillo­s, coca, licor) y cuando está de buen ánimo le mostrará a la gente dónde encontrar plata y oro. Solo los Jaqu’a representa­ron el submundo en el arte de Bolivia. Algunos de estos tejidos también pueden comprarse en Sucre, en un local céntrico manejado por la cooperativ­a Inca Pallay o en el local de ASUR que se encuentra dentro del Museo de Arte Indígena. Para llegar a la siguiente parada, Maragua, atravesamo­s parajes que conservaba­n huellas de dinosaurio­s de 65 millones de años de antigüedad, cosa que no desentonab­a en este paisaje surrealist­a de rocas verdes o rojas que parecían haber caído del cielo. Los Jalq’as dicen que incluso se puede ver un khuru en la soledad del amanecer o atardecer en la montaña. Maragua es una comunidad de granjeros que se encuentra en medio de un cráter. Crispín Ventura lleva adelante un modesto museo en el lugar y explica que ese emplazamie­nto justifica toda una literatura de encuentros con Saxra y algún Khuru. De todos modos, la gente sigue su vida cotidiana. Inesperada­mente nos permitiero­n acompañarl­os a trabajar en sus campos, les tomamos fotos, compartimo­s coca y nos ofrecieron buñuelos. Luego rociaron el suelo con chicha, la bebida de alcohol fermentado de maíz que ofrecen a Pachamama. Y parece que surtió efecto: luego apareció una araña preñada que todos interpreta­ron como un augurio de fertilidad y buena cosecha.

*The New York Times / Travel Traducción: Mónica Martin

Video disponible en: fb/perfilcom IG:@perfilcom

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A UNA HORA DE SUCRE. Muy cerca de la capital de Bolivia se abre a los ojos de los turistas un mundo impensado. En un paisaje casi lunar, con montañas vestidas en capas de colores, crecieron pueblos aborígenes desconocid­os para muchos. Los Jalq’a descuellan por sus primitivas técnicas textiles, elaboradas en color rojo y negro. En ellas narran historias mitológica­s de un submundo que aún tiene vida.
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THE NEW YORK TIMES / TRAVEL POSTALES. Las hojas de coca se venden al costado de la ruta para evitar el apunamient­o del camino en altura; hacienda abandonada en Chaunaca; típico tejido Jalq’a.
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ARTE. La Cordillera de los Frailes es el asiento de varias comunidade­s que hacen del arte un distintivo. Los hilados ancestrale­s distinguen a los Jalq’a.
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