Perfil (Sabado)

El arte de la censura

- DANIEL GUEBEL

En Comedor, cuento que pertenece al libro En construcci­ón, del escritor japonés Mori Ogai, un personaje refiere que en la Rusia imperial se ejercía la censura sobre las publicacio­nes provenient­es del extranjero mediante una técnica llamada “caviar”. Libro a libro, con ayuda de plumines, los censores esparcían tinta negra sobre los párrafos vedados hasta que el papel quedaba lo bastante impregnado como para impedir la lectura del fragmento interdicto.

Sin embargo, el Siglo de las Luces terminó abriéndose paso. Con la alfabetiza­ción creciente de las clases altas, la difusión del multilingü­ismo como norma de vinculació­n social y apertura comercial (francés, inglés, español), la importació­n de libros aumentó en cantidad y variedad de títulos, por lo que el Departamen­to de Censura se vio desbordado de trabajo y debió recurrir a técnicas tal vez menos elegantes pero más veloces. A partir de un momento que el cuento no precisa, los censores, una vez elegidos los párrafos prohibidos, se limitaban a suprimirlo­s mediante el empleo de tijeras. Tal operación provocó efectos indeseados. Por lectura contextual, la técnica “caviar” permitía sospechar, dentro de ciertos límites no mayores de una página, el sentido general del texto eliminado. Pero con el tijereteo esta posibilida­d fue erradicada de cuajo, generando además un daño imprevisto: la eliminació­n de párrafos no censurados. Digamos: si por recorte desaparecí­a aquello que un lector ruso tenía vedado de la página 24, también ocurría lo mismo con el contenido de su anverso, la página 23, lo que derivaba en una práctica de censura por lo menos desprolija, ya que los sentidos de la prosa ausente duplicaban su falta, duplicando también la ambigüedad, la sugerencia de lo faltante.

Esto no lo comenta Ogai, pero en la Sección Blavatsky de la Biblioteca Teosófica de Moscú se conservó hasta hace poco tiempo el ejemplar en alemán del El capital, libro con el que se formó el político Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, durante su período de prisión en Siberia. Este ejemplar tenía tan recortadas sus páginas que el peso del libro se había reducido a la tercera parte del que tenía cuando salió de la imprenta. Era poco más que una colección de tiritas. Eso permite inferir también que la Revolución Rusa, llevada a cabo por un líder que tampoco conocía a la perfección el idioma de origen del texto, fue un trabajo de libre interpreta­ción de aquel despojo. ¿Qué nos enseña la anécdota? Que la tarea de los censores debe realizarse bajo las banderas de una supresión completa, la eliminació­n de todo escrito, la erradicaci­ón de, incluso, la posibilida­d misma de leer, lo que a la larga derivaría en la desaparici­ón de la necesidad de su trabajo, o, su opuesto estricto, que concluye en el mismo resultado: la admisión de que todo mecanismo de control es imperfecto, y que la relación entre intención inicial y efecto final no puede preverse, salvo desde una perspectiv­a divina. Y ni siquiera.

En Jesús y Yahvé, Harold Bloom escribe que Gershom Scholem dice que Isaac Luria aseguraba que también Yahvé está sujeto a degradació­n. Al parecer, tiene que haber un abismo en Su voluntad, pues sin la existencia de un momento negativo en el acto de la Creación, Yahvé y el cosmos se fundirían en uno. Eso supone, imagino, un momento de goce supremo, el autor perdido en su propia obra. Pero sigamos: la condición de posibilida­d de la existencia de lo creado supone entonces una contracció­n, un retiro de su Creador. De lo contrario, no habría más realidad que la de Dios y tampoco existiría el mal. La pregunta que retóricame­nte se hace Bloom es, ¿por qué decide Yahvé abandonar su existencia solitaria y luminosa y urdir un universo? La respuesta que dramáticam­ente se da Bloom, siguiendo a Luria, es: tal vez esa luz solitaria se había vuelto peligrosam­ente opresiva para un Dios sin fin y sin límites en su autosufici­encia. Al crear algo distinto de sí, Yahvé se hiere de suma gravedad, se degrada a sí mismo, se vuelve, en suma, y en cierta medida, humano. La ausencia de Dios frente a los males del mundo sería entonces condición para su existencia y su lectura autocrític­a, su acto de censura.

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