Perfil (Sabado)

Los monstruos

- CARLOS ARES*

El fantasma de la derrota produce monstruos. ¿A qué viene esto de parafrasea­r a Goya en la cancha de River? El estadio estaba ya desolado después de que se anunciara la suspensión por segundo día consecutiv­o. Me quedé mirando a un hincha sentado en una de las tribunas altas junto a un pibe chiquito, segurament­e su hijo, de unos 6 o 7 años. Los dos con camiseta y gorrito. En silencio, inmóviles. Los dos en la misma posición, sosteniend­o la cabeza con las manos, los codos apoyados en las rodillas.

“El sueño de la razón produce monstruos”. Recordé la frase, escrita en un aguafuerte de la serie Caprichos del pintor español Francisco de Goya. Se ve a un hombre dormido encima de una mesa, rodeado de aves y animales nocturnos al acecho. Había escuchado en esos dos días mi propia voz tratando de decir algo que me ayudara a entender. Hablamos con los que debían dar explicacio­nes. Dirigentes, organizado­res, encargados de los operativos policiales y demás. Todos se desligaban de su propia responsabi­lidad y acusaban a algún otro, “unos pocos inadaptado­s”.

De creer en ese relato, el padre ya podía contarle el cuento a su hijo. No hay tales monstruos, hijo. Te dejo la luz encendida para que puedas ver que Angelici, D’Onofrio, Chiqui Tapia, Moyano y los demás son en realidad ángeles protectore­s. No hay mafias, matones ni barras. No conocen a Rafael Di Zeo, Mauro Martín ni a Caverna Godoy. No hay mano de obra de la política, no hay “peaje”, no hay reventa, no hay soborno a los controles, no hay complicida­d con la policía y los dirigentes, no hay tráfico de drogas, no hay “borrachos del tablón”, no existe “la doce”, no hay trapitos, no hay aprietes, ni extorsión, esto nunca pasó, ni pasa. Ya lo dijo el señor Tapia en el video de la AFA, “no trates de entender, disfrutá”.

Los testimonio­s de algunos fanáticos, de River y de Boca me llevaron también al grabado de Goya. Decían esos hinchas que preferían haber perdido en la semifinal antes que disputar los partidos decisivos de la copa contra el clásico rival. Las entrevista­s revelaron un sentimient­o compartido: no podían concebir, ni siquiera imaginar, la escena tan temida de la derrota. Cuando comenzó la disputa del torneo, antes de superar las fases previas, hubieran exagerado cualquier promesa a cambio de que les aseguraran estar ahí. Y ahí estaban ahora, tratando de huir de lo que sus equipos habían conseguido.

Representa­ban el colmo de un absurdo: el de resignar la posibilida­d de subirse nuevamente a la montaña rusa de emociones de la que disfrutan con el corazón en la mano antes de correr el riesgo de perderlo en un vuelco inesperado del destino. Era de ver a esos apasionado­s, desmesurad­os, desesperad­os amantes dispuestos a jurar que ya no volverían a “enfermarse”, a enamorarse para no tener que sufrir tanto. Como si algún pastor de una secta apocalípti­ca los hubiera convencido de que vivir no tiene sentido porque al fin todos nos vamos a morir.

Los colores del club que llevamos puestos como una segunda piel, porque “mi viejo”, “mi abuelo”, “mi tío”, los amigos con los que íbamos a la cancha o un vecino que nos llevaba, por tantas razones vinculadas al territorio libre de la infancia son, a pesar de todo, la única identidad que permanece. Nadie se decepciona a sí mismo por el sentimient­o que lo mueve. Al comienzo de cada torneo le ponemos el cuerpo a la camiseta, la llenamos con los deseos y las ilusiones renovadas. El tiempo se suspende por un par de horas para permitirno­s volver a ser el que alguna vez fuimos, un pibe que salta, pide, reclama, ruega, alienta, ríe, sufre, lagrimea.

Me dio la impresión de que el chico había crecido demasiado en unos minutos. Lo vi ya grande, de la mano con su propio hijo, recordando cuando acompañó a su padre en las tribunas solitarias del estadio aquel día del River y Boca que no se jugó. Estaban ahí otra vez, los dos solos, bien despiertos, con la camiseta puesta, espantando a puro grito y canción a todos los monstruos que les arrebatan el fútbol agitando el fantasma de la derrota y de la muerte, que nunca ganó nada en campeonato­s largos.

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AFP DIA 2. “El estadio estaba ya desolado después de que se anunciara la suspensión”, dice el autor.

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