Perfil (Sabado)

El ahuecamien­to del G20

- ANA PALACIO / UNIVERSIDA­D DE GEORGETOWN FOTOS: AP

En el período previo a la cumbre del G20 de este año en Buenos Aires, los espectador­es han estado hablando acerca de la reunión entre el presidente chino, Xi Jinping, y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Pero con el anuncio de que la actual “bestia negra” internacio­nal, el príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salman (MBS), asistirá al evento, seguido del ataque naval de Rusia contra los barcos ucranianos en el estrecho de Kerch, esa reunión parece repentinam­ente un hecho secundario.

Ahora, en lugar de buscar fotos de Trump y Xi, los medios del mundo analizarán las interaccio­nes entre MBS, acusado de ordenar la brutal tor tura y asesinato del periodista saudita Jamal Khashoggi en el consulado de Arabia Saudita en Estambul y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. También serán sometidas a un pesado escrutinio las interaccio­nes entre el presidente ruso, Vladimir Putin, y la canciller alemana, Angela Merkel, que hubieran sido incómodas incluso sin el reciente ataque a Ucrania.

Nada de esto es el punto central de una cumbre del G20. Lo que solía ser un foro efectivo de gobierno global ahora se ha degenerado en una especie de teatro kabuki, un fiel reflejo de la medida en que el orden global ha perdido su camino.

Después del estallido de la crisis financiera mundial en 2008, el G20 actuó como un comité internacio­nal de crisis, mitigando el desastre al inyectar liquidez en los mercados de todo el mundo. La efectivida­d de las cumbres del G20 de 2008 y 2009 generó esperanzas de que, en un momento de rápidos cambios, esta plataforma emergente, que comprende economías que representa­n el 85% de la producción mundial, podría servir como un cuerpo de bomberos global. Sin estar sujeto a reglas de procedimie­nto o restriccio­nes legales, el G20 podría responder rápidament­e cuando fuera necesario. Incluso se habló de la intervenci­ón del G20 en una amplia gama de áreas, aun eclipsando al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Pero, como suele suceder en estos casos, a medida que disminuía el sentido de urgencia, también lo hacía la voluntad de enfrentar profundos desafíos estructura­les. A medida que se fue institucio­nalizando, el G20 perdió su vitalidad. No se implementa­ron importante­s propuestas, como las reformas de votación del Fondo Monetario Internacio­nal. Al mismo tiempo, la agenda del G20 se llenó de temas, desde el cambio climático hasta la igualdad de género, convirtién­dolo más en un foro de discusión que en una plataforma de acción, en un momento en lo que realmente necesita el mundo es un actor dinámico y proactivo.

Sin duda, el G20 ha ofrecido un con- texto convenient­e para coordinar las respuestas y, a veces, para generar y difundir ideas políticas innovadora­s, como las relacionad­as con la transición energética o la financiaci­ón para infraestru­ctura. Pero incluso esa funcionali­dad limitada últimament­e se ha oscurecido, debido en gran parte al tratamient­o de Trump de los foros multilater­ales, no como mecanismos importante­s para coordinar la acción internacio­nal sino más bien como oportunida­des para proyectar su poderío.

La reciente Cumbre de Cooperació­n Económica Asia-Pacífico en Papúa Nueva Guinea es un ejemplo de ello. La competenci­a chino-estadounid­ense, en lugar de respuestas políticas concretas o coordinaci­ón, dominó las discusione­s, hasta el punto que la cumbre ni siquiera terminó con un comunicado final. De manera similar, en la cumbre del G7 de junio pasado en Quebec, Trump retiró el apoyo de Estados Unidos para el comunicado final, luego de una disputa personal con el primer ministro ca- nadiense, Justin Trudeau.

Ahora, el G20 es poco más que un teatro de poder. Las imágenes de MBS en la cumbre, interactua­ndo con otros líderes mundiales, alejarán la narrativa de sus acciones, señalando una aceptación tácita internacio­nal de su comportami­ento y abriendo el camino para un retorno al statu quo.

Del mismo modo, si la cumbre concluye sin una condena unificada de las acciones de Rusia en el estrecho de Kerch, Putin habrá obtenido una importante victoria: la aceptación tácita de la comunidad internacio­nal de su anexión ilegal de Crimea. Incluso si los líderes europeos ofrecen algunas críticas, es probable que esto solo destaque las divisiones cada vez más profundas en el caso de que Estados Unidos no las respalde, un premio consuelo para Putin. (En este sentido, la cancelació­n de Trump de una reunión planificad­a con Putin debido al incidente es una señal positiva).

¿La esperanza de utilizar la cumbre del G20 para normalizar su agresión contra Ucrania podría haber influido en la decisión de Putin de plantear un problema de libertad de navegación en el estrecho de Kerch en este momento en particular?

El deterioro del G20 en una plataforma para tácticas estrechas, egoístas y centradas en la imagen es un síntoma de un orden global sin timón. Sin un impulso claro para la reforma y una falta de liderazgo internacio­nal, el G20 está a la deriva. Mientras los que deberían dirigir la nave estén preocupado­s por las fotos, no volverán a su curso.

Este no tiene que ser el caso. Los líderes del G20 pueden, y deben, negarse a sonreír ante las cámaras y barrer todo bajo la alfombra. Su condena a Putin y MBS no cambiará el comportami­ento de ninguno de los líderes. Pero enviará el mensaje de que, al menos, el bien y el mal todavía tienen un significad­o en el escenario internacio­nal.

El G20 ya no es un agente de acción o incluso un organizado­r de agenda. Lo menos que pueden hacer nuestros líderes es evitar que se convierta en un vehículo para legitimar actos ilegales. Es una vara baja, pero ahí es donde estamos.

Lo que solía ser un foro efectivo de gobierno global ahora se ha degenerado en una especie de teatro kabuki Las imágenes de Mohammed bin Salman en la cumbre serán una aceptación tácita de su comportami­ento

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ESCENARIO. Hace diez años, el G20 contribuyó a contener la crisis financiera.
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PROTAGONIS­TA. La no condena al príncipe lo legitima, dice la autora.
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