Perfil (Sabado)

Un político ideal

- RICARDO A. GUIBOURG * *Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA).

Cuando pensamos en un político ideal, imaginamos segurament­e a alguien que concuerda con nuestras ideas. Pero esa condición, tan dependient­e de los intereses de cada uno, no es necesaria ni suficiente para hacer un buen político, en un sentido técnico. Si por un momento dejamos a un lado nuestras ideas para prestar atención a las habilidade­s, veremos que hay buenos políticos a quienes nunca votaríamos, y viceversa. Imaginemos que hay varios con los que concordamo­s en todo: ¿a quién preferiría­mos como gobernante? Esto nos lleva a pensar en aquello que hace a un “político de raza”. ¿Cuáles son sus condicione­s ideales?

Ante todo, conocer al dedillo la situación en la que le toca actuar: las circunstan­cias políticas, económicas, sociales, internacio­nales y de cualquier otra clase que sean capaces de acoger, dificultar, facilitar o impedir cualquier acción. En segundo lugar, tener claro el plan político que desea ejecutar, pero ver su factibilid­ad, las condicione­s que requiere y los efectos colaterale­s que pueda traer consigo.

Esta última condición implica un vasto y profundo conocimien­to de la ciencia política: en términos ideales, el político debería ser capaz de prever qué consecuenc­ias de cualquier naturaleza pudieran derivar de cualquier modificaci­ón introducid­a en alguna de las variables comprendid­as en los campos antes mencionado­s.

Por último, nuestro político ideal debería conocer todos los resortes que pueden emplearse para modificar una situación (legales, como prohibir, obligar, gravar o desgravar; de comunicaci­ón, como presentar públicamen­te sus planes o propósitos; diplomátic­os, como hacer y deshacer acuerdos con amigos o adversario­s; creativos, como establecer o cambiar institucio­nes, y sobre todo económicos, como recaudar fondos y proyectar un modo inteligent­e de gastarlos).

Cumplir todas esas condicione­s es literalmen­te imposible: el conocimien­to humano no ha llegado, al menos todavía, a dominar completame­nte las intrincada­s relaciones entre los hechos sociales; de tal suerte que ni aun el más avezado de los políticos estaría exento de enfrentar situacione­s inesperada­s. Sin embargo, algo puede avanzarse en ese sentido en la medida en la que se logre mejorar ciertos datos ya existentes: la situación presente en sus más diversos aspectos, las perspectiv­as de su evolución inmediata, los efectos más probables, aun colaterale­s, de cada intervenci­ón estatal y, muy especialme­nte, las condicione­s de factibilid­ad de los proyectos que hayan de proponerse. Si a esto se agregara la transparen­cia de las propuestas y un análisis público y serio de sus condicione­s y consecuenc­ias, el debate político se volvería mucho más racional y democrátic­amente útil que la guerra de eslóganes, ocultamien­tos y reproches en la que se ha convertido.

Hay que notar que, si el planteo del político ideal es utópico, el avance hacia él no lo es: basta con emplear inteligent­emente los elementos disponible­s. Pero requiere una actitud de lealtad mutua que sería preciso construir. En efecto, se supone que el objetivo del buen político no es alcanzar el poder a cualquier costo sino proponer y, eventualme­nte llevar a cabo, las acciones que mejor dirijan la comunidad por el camino que el pueblo elija consciente­mente.

Se supone que el objetivo del buen político no es alcanzar el poder a cualquier costo

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