Perfil (Sabado)

Quemar graneros, pelar mandarinas

- FABIAN CASAS

Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, queremos que nuestro día se entienda. Pero las mejores jornadas son esas que no se pueden traducir. Como escribió Kevin Power acerca de la poesía de John Ashbery:

“Al enfrentarn­os a la poesía de Ashbery percibimos que nuestras expectativ­as de hallar una significac­ión coherente van a quedar desde el principio frustradas, ya que una y otra vez nos ofrece una zona lúdica donde el sentido es infinitame­nte postergado, y como consecuenc­ia, nuestras esperanzas de encontrar un nuevo centro son defraudada­s”. Pienso que el mejor lector, el mejor espectador, es el que se saca la pretensión de entender.

Burning es el sexto film de Lee Changdon, un prestigios­o director de cine coreano que en su momento también escribió novelas. La película está basada en un cuento de Haruki Murakami llamado Quemar graneros, y tal vez la comparació­n entre el film y el relato nos sirva para ver cómo trabaja un maestro –Lee Chang-don– para insuflar poesía ahí donde no la hay.

El relato de Murakami es preciso, conservado­r, y está jugado a ese momento epifánico donde uno de los personajes ejecuta una revelación. No hay mucho más. Un hombre conoce a una chica, la chica le presenta a un amigo con el que sale y este –un yuppie– le dice al otro que lo que realmente le gusta es “quemar graneros”. Cuando el otro hombre le dice que eso está penado por la ley, el yuppie retruca: “Fumar porro como lo estamos haciendo también está penado por la ley”. Esa chica, que en el cuento de Murakami es solo un vector que sirve para conectar a los dos hombres, en la película de Lee Chang-don es un personaje central e inasible. En el film, Jongsu, un joven que quiere ser escritor, se encuentra en un paseo comercial de Seúl con Haemi, una chica que está trabajando de promotora y que lo empieza a mirar intensamen­te. Este comienzo de la acción tiene algo de las películas de Martín Rejtman, director dotado para hacer funcionar la realidad a su favor.

Haemi se acerca a Jongsu y le dice que lo conoce de su infancia y segundos después están fumando detrás de una pared, y por la noche están en un restaurant­e cenando. A hí la chica le confiesa que se va a ir a Africa y que quiere que le cuide al gato. En el bar, Haemi ejecuta una pantomima –hace como que pela una mandarina invisible– y cuando Jongsu le dice que lo hace muy bien, que tiene mucho talento, que pudo ver ahí la mandarina, ella le dice: “No se trata de pensar que está ahí la mandarina, sino de olvidar que no la hay”. Toda una declaració­n estética que va a conducir de ahí en más a la película.

Jongsu se enamora de ella, le cuida al gato, y cuando ella lo llama para que la vaya a buscar al aeropuerto, Haemi lo está esperando con un regalo envenenado: ella está con Ben, un coreano joven y millonario que estaba en Africa y con el que empezará a salir. Ben es –como dice Jongsu en una hermosa escena del film– uno de esos jóvenes Gran Gatsby que abundan en la Corea de clase alta: no se sabe de qué trabaja, no se sabe qué quiere, pero puede hacer lo que se le cante porque parece despreocup­ado y tener dinero de sobra.

Una de las líneas que desarrolla la película de Lee Chang-don es un fresco de la sociedad coreana actual: Haemi, una joven excéntrica y poco habitual entre las chicas coreanas, y la tensión entre las clases media baja y los yuppies encarnada en Jongsu y Ben. ¿Pero son antagonist­as? ¿Disputan en ese triángulo deformado el corazón de la mujer o su relación es un mutuo aprendizaj­e para descubrir qué son, qué quieren ser? Haemi –la intrusa– es un personaje fulgurante que desaparece de la película otorgándol­e al film la potencia de un thriller que nunca se define tampoco. Hay una película hasta que desaparece Haemi y hay otra sin ella. Sin embargo, como el film parece estar construido con varias capas de hojaldre, esa masa difícil de comer sin que se te caigan restos al suelo y te manchen, el espectador emancipado que la ve hasta el final siente que Haemi está en cada parte, escondida, de la narración, como la mandarina invisible que pela con maestría mímica en el comienzo del film.

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