Escribir bajo tutela
De todas las formas infinitas de explotación, hay una particularmente escabrosa: la que padece (siempre con su propia anuencia) el guionista.
No en vano las películas de terror acerca de los peligros de la literatura aplicada como un paté sobre la vida ( Barton Fink, por ejemplo) no usan escritores de protagonistas, sino guionistas. Los malos son los productores, las estrellas y –en definitiva– el monstruo del lago: el gusto del público.
Héctor Díaz despliega en su obra de teatro Amor de película una furia socarrona sobre una profesión que nunca ha ejercido; mejor así: es buena excusa para salir del ámbito de la técnica y reflexionar sobre un aspecto más general de la producción de mentiras existenciales: ¿quiénes deciden bajo qué norma de género interpretaremos los acontecimientos de la vida?
El cine, que es hermoso, ha producido quizás más mal que bien a lo largo de su brevísima historia. En él se apretujan unas reglas nunca escritas, mal firmadas y no reconocidas por nadie (la definición de los géneros) y la vida ha terminado por parecerse a lo que la cámara puede registrar, y no al revés. En el cine de industria hay solo dos signos posibles para los personajes: positivo y negativo. Rara vez un guionista tiene el permiso elemental de la literatura de dotar de ambigüedad el devenir moral de sus personajes. El cine busca identificación inmediata, masiva, consumible y cuantificable. En Amor de película, unos productores en desgracia obligan a un guionista mediocre a trabajar apareado a una youtuber. Es explosivo: la niña no conoce más técnica que la copia inmediata de lo que ya hay, como si la ficción fuera un Triceratops fosilizado. Así que vende a los productores un guion que no es sino la copia burda de lo que ellos mismos viven a diario en su despacho. Los espía con camaritas, los plagia y los reescribe. El resultado es mágicamente complaciente y se encamina a la tragedia. No revelo nada más; vayan y verifiquen esta maravilla de elenco, entre quienes brama la siempre imparable María Inés Sancerni echando fuego por la boca.
Alguna vez he experimentado, con sorna o con resignación, esta sensación de que quien te pide un guion no está del todo capacitado para determinar si le gusta o no. Necesita consultar con mil variables. Los publicistas lo viven a diario y ya están vacunados, pero los escritores nos sentimos en el infierno. ¿A quién hay que encantar? Ora exigimos que nos lo digan y ya, ora ofrecemos dejar de autocomplacernos en la escritura con tal de cumplir el contrato. Disfrazamos esta renuncia bajo una apelación a la libertad absoluta: ¡prometemos liberarnos hasta de nuestros prejuicios! Pero la fecha perentoria se acerca y nadie sabe a quién tiene que gustar lo que se escribe, que reclama ser untado con un palo verde para hacerse cine. Es que gustar y escribir son antónimos feroces. Pero escribir y agradar no son sinónimos tampoco.