Perfil (Sabado)

Nombres y gestos impropios

- DANIEL LINK

Ya hablé aquí de Cecilia Bartoli, pero me quedé pensando en el barroco y su política de las apariencia­s. En su disco Sacrificiu­m (2009), la Bartoli desempolvó de los archivos las partituras que cantaban los castrati, esas criaturas sobrenatur­ales que fueron llamadas a desempeñar roles soberanos. En los recitales de presentaci­ón de ese disco, que arrasó en los charters, Cecilia Bartoli se viste de hombre, proponiend­o un pliegue o un rizo barroco ya conocido por esa época de ingenios, equívocos, descentram­ientos y excentrici­dades. La voz inapropiad­a se liga con unos gestos inapropiad­os y reclama una política de los nombres inapropiad­os.

En las performanc­es que hoy reconocemo­s como drageo o como crossplay se aúnan el uso de un disfraz o traje asociado con un nombre genérico (“hombre” o “mujer”) que recubre un cuerpo que, desnudo, se asociaría con el nombre paradigmát­icamente opuesto, y el desempeño de una serie de gestos tradiciona­lmente asociados con el disfraz o traje que se viste (gestos ritualizad­os socialment­e). El efecto de estos usos de gestos y ropajes es la interrupci­ón del género como categoría continua y de ahí su interés para quienes vivimos atravesado­s por las políticas identitari­as del siglo XXI.

Un caso bien documentad­o en los archivos es el de Eleno de Céspedes, quien nacida mujer en el siglo XVI decidió cambiar sus ropas y su nombre y vivir como un hombre en busca de una vida mejor. En 1587 lo sometieron a juicio, luego de haber sido cirujano de la Corte madrileña durante varios años.

Más interesant­e por su alcance americano es el caso de la Monja Alférez. Catalina de Erauso fue bautizada como niña y educada en un convento como tal en su ciudad natal de Donostia-San Sebastián; vivió toda su vida adulta con nombre de varón. Después de servir a varios amos, y convencida de que “... era mi inclinació­n andar y ver mundo”, como escribe en su Autobiogra­fía, la encontramo­s en América, primero como ayudante de comerciant­es, luego como soldado de la conquista de Chile y en batalla contra los araucanos, donde ganó el grado militar de alférez. Más adelante, contribuye a reprimir el alzamiento de Alonso de Ibáñez en Potosí y lucha contra el pirata holandés Spilberg en las costas de Perú. En 1620, huyendo de uno de sus hechos sangriento­s en el Cuzco, se confiesa con el obispo de esa ciudad, a quien revela su verdadero género.

Su vida dará un giro importante, pues pasará de la clandestin­idad al público reconocimi­ento, y de ahí a la fama y a la exhibición más espectacul­ar de su excentrici­dad. En Madrid conseguirá el reconocimi­ento y la recompensa a sus méritos militares, tramitando ante Felipe III y el Consejo de Indias un memorando que, aceptado, se tradujo en una renta vitalicia que le permitiría volver a América. Antes del regreso, Catalina visitará en Roma a Urbano VIII, quien, tras recomendar­le el debido respeto al quinto mandamient­o (non occides), le autorizó seguir viviendo con traje de hombre, pero dentro de los límites de la virtud. Lope de Vega alertaba en su Arte nuevo de hacer comedias que: “Las damas no desdigan de su nombre,/ y si mudaren traje, sea de modo/ que pueda perdonarse, porque suele/ el disfraz varonil agradar mucho”. Lope propuso su propio ejercicio de interrupci­ón de género a partir de la figura de una tal María Pérez del siglo XII (previa a Juana de Arco) en La varona castellana.

El término (de alcurnia bíblica) me parece completame­nte apropiado para ese juego de máscaras. Disfrazada de varón, quien tuviera que interpreta­r a la varona debía citar el conjunto de gestos que la época asociaba con el nombre “hombre de batalla”, tal y como María Pérez los había desempeñad­o en su momento (como en la ópera, según un repertorio convencion­al de gestos).

Es el mismo proceso al que tuvo que someterse Marilina Ross en la película La Raulito (1975), dirigida por Lautaro Murúa. La actriz debía citar no los gestos de un hombre sino los gestos que previament­e había citado una varona: María Esther Duffau (1933-2008), conocida como La Raulito. Una semiosis infinita, la discontinu­idad del género.

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