Perfil (Sabado)

BAILA SOLA

UN CUENTO SOBRE LA ENGANCHE DE LA SELECCION ARGENTINA QUE BRILLO EN ESTE MUNDIAL DE FRANCIA Y SE CONVIRTIO EN UNO DE LOS EMBLEMAS DEL “VAMOS LAS PIBAS”.

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El ruido que hizo la lamparita al romperse fue terrible, se hizo añicos como la alegría de Ayelén. La nena de nueve años tuvo que bajar de la cima: en la soledad de su cuarto, su estadio de fútbol, había recortado de derecha al centro a su osito de peluche, gambeteado a sus cuadernos de la escuela en dirección a la medialuna de la alfombra que hacía de área y, cuando su mochila estuvo a punto de sacársela, en el último segundo la dejó atrás con un quiebre de cintura y sacó un remate potente que dio en el marco de la cama, el ángulo del segundo palo. Nadie agarró el rebote y la redonda de trapo fue a parar al velador. Pasó de la euforia de haber desparrama­do a tres rivales al miedo intenso por el reto que estaba por recibir de Julieta, su mamá. Julieta no sabía que Ayelén jugaba. Es más, ni sus amigas lo sabían. No se lo contaba a nadie porque tenía miedo. Las cosas que le iban a decir si se enteraban. No, no podían saber. Ella gambeteaba en su cuarto y en secreto. Le dolía estar sola pero era feliz con su pelotita.

Empezó a escuchar los pasos de la madre que subía por las escaleras para ver qué había pasado y se paralizó. Cuando mamá abrió la puerta, se encontró con una Ayelén agachada y con los brazos que tapaban su cara y orejas, una pelota de trapo y con un caos que, al cabo de unos segundos, entendió que tenía un propósito.

Ayelén, luego de unos eternos minutos en su posición de defensa, notó que no le dolían los oídos por el grito que nunca llegó. Tímidament­e y aún con miedo al reproche, empezó a correr los brazos y por la rendija vio que los cristales de la lamparita ya estaban en el tacho de basura. Sorprendid­a, terminó de abrir la guardia y se encontró con que su mamá la estaba esperando sentada en el marco donde había rebotado la pelota, con una especie de artículos en la mano. Se acercó y Julieta le empezó a mostrar: eran noticias de jugadoras de fútbol. El mundo se le dio vuelta.

En 1971, unas futbolista­s como ella habían ido a jugar un Mundial sin médico, sin preparador físico y ¡sin entrenador! Fue en México y el estadio no era una habitación, se llamaba Azteca, era una bestia arquitectó­nica y las locas que allí veía con camiseta a rayas habían jugado un partido contra Inglaterra frente a más de 100 mil personas que lo hicieron temblar y parecía que se derrumbaba ahí no más. Y ella sola, en su cuarto.

También notó que aquel 21 de agosto Argentina había ganado 4-1 con cuatro goles de Elba Selva a quien, como le explicó su mamá, le decían La Maestra por la calidad que tenía en los pies. —¿Por qué nunca supe de las jugadoras de fútbol, mami? Pensé que yo era la única. —Porque lo que no se nombra no existe, Aye.

—Y estas mujeres ya no juegan, deben ser grandes, ¿se extinguier­on las futbolista­s? –preguntó al borde del llanto. Julieta estalló de la risa y le respondió: —No, Aye, ellas empezaron todo. Vos, por ejemplo, sos su sucesora. ¿Sabés

que vamos a hacer? Te voy a llevar a ver jugar a la Selección y, por el desparrame de cosas que veo acá, te recomiendo no sacarle el ojo de encima a la número diez.

—¿Esa quién es? ¿Por qué? ¿Qué hace?

Y Julieta le empezó a contar que Estefanía Banini era una chica como ella, que también, desde chiquita, lleva la pasión en sus pies; que en Mendoza empezó a gambetear, pero con varones, y recién cuando fue adolescent­e se metió en un equipo de pibas, Las Pumas de Mendoza, que jugó en Chile, Estados Unidos y hoy lo hace en España; que con su casi metro sesenta se las ingenia para ganarles a las jugadoras más grandes en tamaño y que, además, es una atrevida porque les pisa la pelota en la cara y no se la pueden sacar.

Ayelén abría los ojos más y más. La curiosidad la mataba, no paraba de preguntar.

La cancha estaba repleta. Le encantaba estar en la grada, le temblaban las piernas, quería jugar, quería estar con todas ellas, con la diez. No podía dejar de mirar a Estefanía. Y eso que ella tenía muchas ganas de ver la escena completa. Pasa que la mendocina jugaba a algo distinto, la tenía cautivada.

El pase a las compañeras Ayelén no lo conocía. Bah, directamen­te no tenía noción acerca de tener compañeras. En su cuarto siempre gambeteaba, gambeteaba y gambeteaba todo lo que tenía delante, pero ¿pasarla? ¿A quién? Ella jugaba sola. Tenía una sensación extraña. Ya cuando la diez erró el penal y dos futbolista­s que no eran ella habían hecho dos goles para que Argentina estuviese ganando se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué era eso? Algo quería decir, no sabía qué.

En el minuto 48 del segundo tiempo, el nudo empezó a aflojar. Estefanía había levantado el nivel. El partido reposaba, cada tanto un destello de la diestra. Panamá tenía una jugadora menos, la diez gambeteaba más libre por el campo y el arco se hacía más grande, las once de Argentina no perdían la pelota, estaban agrandadas. Y le llegó un pase a la enana.

La jugada empezó con Banini recostada por la izquierda, cerca del área. Tenía una panameña enfrente, hizo un recorte de derecha hacia el centro y apareció otra de rojo: la gambeteó en dirección a la medialuna del área. Ayelén, en la tribuna, imitaba sus movimiento­s como si estuviese en su cuarto. Se desesperó porque, cuando apareció la tercera rival, Aye ya había quebrado la cintura, un segundo antes de que lo hiciese la diez. Ya sabía lo que iba a hacer, sabía cómo terminaría: con el velador roto. De todas formas pateó. La pelota subió, pasó por encima de la arquera y dio en el ángulo del segundo palo. Ayelén soltó una lágrima cuando la vio rebotar en el travesaño, picar y salir. Cerró los ojos y esperó escuchar el ruido del cristal rompiéndos­e.

Pero no hubo ruido a velador roto. Se hizo silencio y empezó a escuchar un alarido de gol in crescendo. Se unió al coro y gritó tan pero tan fuerte que sacudió la tribuna y varias de las personas que saltaban y alentaban la miraron alarmadas. Estaba eufórica, no entendía qué había pasado y le pidió a la mamá que le explique. Tras el pique, Amancay Urbani había agarrado la pelota, pateó pero la arquera la atajó y, en el rebote, apareció Yamila Rodríguez que la empujó al fondo de la red. La diez no estaba sola. Tenía compañeras, tenía en quien apoyarse, porque para dar un pase necesitás a la otra y ella te va a devolver la pared siempre y cuando estés ahí para recibirla.

Ayelén sintió cómo el nudo se iba por completo, miró a Julieta y le dijo:

—Mamá, quiero jugar a la pelota para siempre, porque creo que ahí nunca más voy a estar sola.

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CAR GRACIANO

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