La animación como museo de cera de lujo
Se lee mucho que El rey león, la nueva El rey león, es una proeza técnica, celebrando o haciendo innegables los méritos de una animación digital que recrea el clásico de 1994 de forma fotorrealista. Es decir, donde antes había leones, monos, zarigüeyas y jabalíes animados cantando ahora hay un formato de imagen más cercano a un documental de National Geographic. Es una expresión extraña: ¿desde cuándo pensamos el cine por lo que hacen las computadoras animando? ¿Tanto la industria ha logrado que hablemos de números, de eventos, y poco de cine que vale siempre establecer que esta versión momificada es una “proeza técnica”?
En términos narrativos, la nueva El rey león parte de la propuesta de reciclaje de sus clásicos animados de Disney; no es una proeza. Es, precisamente, una versión desecada de todo aquello que contenía el clásico y el show de Broadway (famoso por su inventiva en la puesta en escena). Y esa deshidratación viene de una fórmula que a Disney le funciona pero que no hace estrictamente bien (o mal): mezclar nostalgia, apelar a quienes amaron el clásico
en VHS, reconfigurar, lavar el rostro y empaquetar otra vez. Nadie puede enojarse con Disney por vender (quizá los empleados despedidos desde la compra de Fox), al fin y al cabo son dueños de la película más vista en la historia de Argentina y gastan miles de millones en construir un imperio del entretenimiento como antes no ha existido jamás. ¿Y cuál es la gracia de cuestionar la existencia de un film (otro latiguillo: ¿cuál es la razón de ser de este zombi?)?
Por eso, es mejor quedarse en celebrar la “proeza técnica”: no hay tal, no para nosotros. ¿O queremos ver películas que castren la felicidad de un film (sus canciones aquí son cantadas en modo realista, sin apelar al absurdo o al musical de Broadway enloquecido) y que pretendan generar emociones en los ojos inertes de un león animado? La nueva versión se convierte en extraño éxito de cera, un testeo de animaciones con público.