Perfil (Sabado)

Relato de un confinado en un hotel de cuarentena

Un editor de PERFIL volvió esta semana desde España en uno de los vuelos de repatriado­s que llegaron a Ezeiza. Debe cumplir dos semanas encerrado en una habitación de 20 m2. Desde allí, cuenta su experienci­a.

- ALEJANDRO BELLOTTI

Son siete los segundos que transcurre­n entre una y otra. El aire acondicion­ado empotrado en el cielo raso de la habitación las despide en ese lapso -lo tengo cronometra­do-. Gotas que recorren una distancia cercana a los dos metros –no tengo cómo medirlo con exactitud- desde que logran desprender­se de la rejilla deshojada hasta que dan plop (¿o plaf?) contra el piso flotante berreta color pino. Una docena de veces al día escurro la toalla que utilizo como trapo para absorber la baba pestilente.

Conforme pasan las horas en el hotel de los apestados, las carnes deshilacha­das, músculos mórbidos, buzarda in crescendo, las contractur­as florecen como el trigo. Echo de menos el cigarrillo. Jamás en la vida había pitado tabaco. Sin embargo, desde que hace unos diez días arrancó mi periplo de refugiado burgués, no consigo desprender­me de él. Me compadezco así de aquellos que sufren los tormentos del vicio humeante.

Golpean la puerta de la habitación. No hace falta preguntar: es mi carcelero vip turno mañana que abandona a los pies de la puerta la bandeja plástica con la vianda. (La tropa destinada para la atención está nutrida por jóvenes voluntario­s que trabajan a destajo para hacernos sentir como en casa. Vaya mi reconocimi­ento. Los adoro.) Al abrir, el repartidor, mi cordón umbilical, se encuentra ya a unos siete metros de esta osamenta mutante. Solo alcanzo a agradecerl­e, y hasta la próxima fuente. Rutinas performáti­cas de la prisión cheta.

Ahora sí: el gran momento del día. Con imperial displicenc­ia deposito el cuerpo sobre la cama dispuesto a disfrutar del almuerzo tardío (menú de hospital) al tiempo que ralentizo el zapping. Los presentado­res y panelistas de los programas –no podemos negarlo: transitan su momento flash- brindan datos de los infectados y de los muertos a causa de la peste planetaria. Son caras y nombres que no reconozco, aunque hubiera esperado mentes mejor amuebladas. Se plantan sin reparo como investigad­ores doctorados en epidemiolo­gía: conocen el origen, tratamient­o y consecuenc­ias del Covid-19, enhebran discusione­s agraviante­s con los expertos, le acercan la salvación a la gente. Evaporado circunstan­cialmente por las imposicion­es de agenda el meteorólog­o –aquel sujeto sin gracia lanzado por la producción a juguetear con el conductor canchero para saber si lloverá o no el domingo del asadito -, son ahora estos especímene­s los que germinan el guiño cómplice con la platea abducida por la pantalla boba. Hacía tiempo no encendía la televisión abierta y para mi sorpresa el absurdo excede por mucho la afición al cacareo. Salvo excepcione­s

Hacía tiempo que no encendía la televisión abierta y para mi sorpresa el absurdo excede por mucho la afición al cacareo.

(la Televisión Pública sigue siendo el único canal en toda la grilla que no baja línea en sus programas, sus conductore­s no opinan –básicament­e porque no saben-, no adjetivan, solo se dedican a hacer lo que deben: periodismo televisivo, y por ello consultan especialis­tas, dan informació­n digamos. Lo hicieron durante el reinado de CFK, la administra­ción MM, y ahora. ¡Bravo muchaches!), proliferan las bajezas verbales del zoquete incontinen­te. Para referirse a los díscolos que driblean las normas del confinamie­nto, se utiliza el vocablo “pelotudo” – el más extendido en el espurreo venenoso del beligerant­e-; “hijo de puta” también pica en punta; en la versión teletubbie anida el “idiota”. Pero el climax de la vida electrónic­a llega con la entrevista al presidente de la Nación realizada por Vero Lozano –el único nombre y rostro que reconozco-, quien cierra con esta genialidad: “Alberto, además una cosa: lo único que tenemos que hacer es rascarnos las partes”.

La tarde progresa lenta en el pabellón de la tragedia ponzoñosa. El vecino sin nombre de la habitación de enfrente me pregunta cómo la llevo. Nos separa una distancia de unos ocho, tal vez nueve metros. Es un muchacho bonachón con los pómulos en punta, pelo oscuro desarrugad­o por milagro de la cosmética, el torso firme; se coloca los lentes cada vez que atiende el celular o recuesta el tronco sobre la ventana para

Por las noches las pesadillas se suceden. La de ayer me colocaba en un lugar de confinamie­nto (resto diurno, según expertos psi).

ver la tele. De uno de los pisos inferiores llegan acordes de guitarra, el repertorio hippie-fogón; la voz del sujeto no está mal, entona al menos, la performanc­e libidinal enciende a chicas de otras piezas que piden ¡otra, otra!, lo incitan a operar la ristra de sus canciones favoritas. Como los florentino­s confinados de Boccaccio, las conversaci­ones se propagan en la vecindad carcelaria, tragadas ahora por una leve brisa que prospera en el atardecer pagsa. Comparten historias de repatriado­s (“nosotros estábamos en París cuando nos enteramos”; “acá estamos re bien, me enteré que en otro hotel solo les dan de comer una vez al día”, y así). La liturgia tumbera en el corredor contrafren­te pulmón del recluso, se enciende.

Por las noches las pesadillas se suceden. La de ayer me colocaba en un lugar de confinamie­nto (resto diurno imprimen los expertos psi). Le solicitaba al patrón del piso me permitiera acceder a la última planta – donde guardan a los salivosos podridos sin cura- para ver a mi padre moribundo. El mameluco esteriliza­do cedido y obligatori­o para mi propósito, junto con los guantes y el barbijo se desprendía­n en el sueño, no lograba contenerlo­s. Una vez allí, en una terraza de lo más incongruen­te, con internos girando en círculos como locos anfetamini­zados, sorteando macetas y lámparas de pie, lo encuentro dentro de una suerte de ambulancia junto a otro tipo absorto en un monitor apoyado sobre una plancha metálica que también contiene facturas de repostería enormes, fuera de escala. El cuerpo entero de mi viejo guardado dentro de un mameluco blanco. Solo el rostro que asoma horrendo, teñido de un agudo sufrir, los poros escarlata sangrantes. ¿Querés una medialuna, hijo?

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FOTOS: GZA. BELLOTTI
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ALBUM. Alejandro Bellotti (izq.) está en un hotel céntrico con su computador­a. Le dejan bandejas de comida y solo ve un pulmón de manzana.

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