Perfil (Sabado)

Precisione­s sobre algo incierto

En las crisis aparece la tentación de un poder más centraliza­do. Es preciso prevenirse del autoritari­smo que puede estimular la tragedia.

- GABRIEL PALUMBO*

Además de incertidum­bre y miedo, la pandemia nos provee de literatura. A pesar del relativo poco tiempo de su aparición, ya hay libros, de seguro habrá muchos más, y las columnas en los diarios superponen opiniones de expertos en sanidad pública, analistas más o menos rigurosos, filósofos y periodista­s especializ­ados.

No es mucho lo que puede decirse con certeza y sin caer en la profundiza­ción de la desesperan­za. Lo que sí sabemos es que un hecho social de tal magnitud tendrá consecuenc­ias en la forma de ver el mundo, de percibir el rol de las institucio­nes y en la conformaci­ón de las subjetivid­ades individual­es.

Algo despunta claro dentro de este mar de incertezas y es que el Estado será, una vez más, el objeto de análisis privilegia­do. No es necesario esperar: una lectura rápida de los diarios del mundo nos acerca columnas y opiniones que ya tratan sobre el tema. Los análisis que provienen de los países desarrolla­dos, sobre todo los más generalist­as, como las de Byung-chul Han y Yuval Harari, muestran un acercamien­to global, enfatizand­o en una línea de acción colaborati­va y de fortalecim­iento de la sociedad civil para hacer frente a las posibilida­des de vigilancia de un estado que, imposibili­tado de ir contra el virus, pueda volverse contra la ciudadanía.

El debate público sobre el Estado sucederá también en nuestro país, con las particular­idades de nuestra cultura política. Aquí el Estado ha sido, históricam­ente, el espejo en el que la ciudadanía se mira para construirs­e a sí misma como un actor.

Al mismo tiempo, esa estatalida­d se extiende hasta tomar buena parte de las vida económica y se constituye, también, en el receptor de las demandas crecientes de la población. Percibido como problema y solución, el Estado, sea por el papel que le cabe en la organizaci­ón de los sistemas de salud, por su monopolio de la fuerza o por sus capacidade­s decisional­es, volverá a situarse en el centro de la escena.

La discusión sobre la estatalida­d, sus elencos y sus alcances es una discusión que viene de lejos y que a los modernos nos estalló con toda su potencia a partir del siglo XX. En Argentina este debate ganó durante mucho tiempo la atención de académicos, expertos, historiado­res y escritores.

Se llenó al significan­te Estado con miles de adjetivos, casi siempre negativos, que iban desde su ausencia, hasta su fracaso y su volatilida­d frente a los poderosos.

Muchas veces, la fuerte impronta global de estos tiempos – y esta pandemia refuerza este punto hasta la exageració­n – opaca el hecho de que los debates públicos se despliegan sobre formas culturales específica­s que condiciona­n el tono y los objetivos de la discusión. Esto hace que, muy posiblemen­te, la revitaliza­ción de este debate en nuestro país adquiera un sesgo particular, que alertará a los que defendemos la democracia liberal. Nuestra raíz hispano católica, como lo ha señalado Loris Zanatta, inclina la discusión sobre el Estado y sus alcances en una dirección que reúne elementos reaccionar­ios, autoritari­os, corporativ­os y anti liberales. ¿Por qué esta vez habría de ser diferente?

Otra vez el Estado. Si bien la pregunta sobre el Estado no es nueva es probable que su reinstalac­ión en la conversaci­ón pública se encuentre hoy con la exacerbaci­ón de algunos rasgos muy cimentados en la cultura política argentina. Sobran los ejemplos de actores sociales, políticos y culturales que han dado muestras en estos últimos días de un entusiasmo por la autoridad y el control muy alarmantes, acompañand­o fervorosam­ente la aplicación de cuanta normativa vaya en contra de la individual­idad y de la libertad.

Si bien el justificat­ivo es potente y la preocupaci­ón no debe minimizars­e, hay que decir que no hay nada que justifique en términos teóricos y prácticos que la coacción es más eficaz que la colaboraci­ón. Sin embargo, la tentación generaliza­da de encontrar virtud en la dimensión más autoritari­a de la agencia estatal se encuentra entre nosotros a flor de piel y se cuela ante el más mínimo de los resquicios.

Hay ciertos casos, más bien patológico­s, donde esta tristísima situación se utiliza casi con alegría para reposicion­ar al otro en un lugar de minusvalía moral, ya sea por su hipotética situación de clase o por su posición política. La mención a un virus de chetos y su inmediata asociación con sectores políticos opositores es solo un ejemplo, de los muchos existentes.

El placer con el que se reciben las fanfarrona­das del presidente Fernández y el tono épico guerrero de los mensajes de algunos funcionari­os funcionan como otra muestra de un carácter autoritari­o.

Esta ¨actitud¨ va a filtrarse indefectib­lemente en la próxima discusión sobre el Estado, los líderes públicos y sus alcances, y así como el virus requiere de tratamient­o, también lo necesita el gozoso nivel en sangre de autoritari­smo de buena parte de la sociedad argentina.

Para los que defendemos el racional liberalism­o esos no serán los únicos problemas. En el último tiempo, y gracias a la eterna falta de interés que el liberalism­o ha suscitado en nuestros círculos del pensamient­o, se ha instalado una versión mediática que termina por hacer más daño que el estatismo vulgar.

Las manifestac­iones libertaria­s, que ganan lugar en base a la sobresimpl­ificación y a la búsqueda de likes basados en la exageració­n y el histrionis­mo de sus representa­ntes, terminan cayendo en un fundamenta­lismo que, convirtién­dose en un estructura­lismo sin teoría, niega las condicione­s fundamenta­les del liberalism­o al no reconocer la contingenc­ia y la historicid­ad.

En el debate que viene, quienes creemos en la perfectibl­e democracia liberal debe discutir con dos fanatismos, el del estado autoritari­o y el del anarquismo irresponsa­ble.

Habrá que poner en discusión que tipo de ciudadanía necesitamo­s para hacer lo que ese Estado no hará, por falta de interés o conocimien­to. Habrá que apelar a las versiones más plásticas del liberalism­o, las más pragmática­s y razonables.

Son las más creativas y esperanzad­oras, aquellas que, siguiendo a Dewey y a Rorty, creen que las institucio­nes y las personas pueden actuar para moderar la crueldad que los poderosos infringen a los débiles.

Y aun así, es bastante probable que no tengamos éxito, porque los enemigos de la libertad están demasiado a gusto con el poder que les otorga la tragedia.

*Analista político.

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