Perfil (Sabado)

Cuando la peste vino en barco y asoló a Buenos Aires

La enfermedad provocó la muerte de al menos 14 mil personas y llevó a la creación de los cementerio­s públicos. Las autoridade­s fueron evacuadas. Esa tragedia fue reflejada por Paul Groussac en sus escritos y, en la pintura, por Juan Manuel Blanes.

- SANTIAGO SENEN GONZALEZ/ FABIÁN BOSOER

Ocurrió en la Ciudad de Buenos Aires entre enero y junio de 1871. Afectó a la totalidad de su población, sembró el pánico, paralizó la actividad administra­tiva y vació la ciudad de gente. El dato es certero e impresiona: de 190 mil habitantes que tenía la futura capital de la República Argentina, murieron 14 mil por la enfermedad. El promedio de muertes diarias pasó de menos de 20 a cerca de 500. Según los datos recogidos, dos tercios de la población sufrió la enfermedad.

La desolación de la ciudad era total. Apenas un tercio de sus habitantes decidió quedarse, el resto emprendió un éxodo que era fomentado y aconsejado oficialmen­te por las autoridade­s: casillas de emergencia y vagones de ferrocarri­l se instalaron como viviendas provisoria­s en San Martín, Merlo y Moreno; y se extendiero­n pasajes gratis. Solo con el paso del tiempo se entendió cabalmente lo que estaba sucediendo, aunque antecedent­es habían. El diario La República, dirigido por Mardoqueo Navarro, lo fue reflejando en las crónicas periodísti­cas.

San Telmo. Oficialmen­te, la epidemia de esta enfermedad infecciosa causada por mosquitos estalló el 27 de enero de aquel año 71, con tres casos diagnostic­ados en San Telmo, barriada de conventill­os e inmigrante­s. Todo pareciera indicar que los vectores de la fiebre amarilla llegaron en un barco procedente de Asunción del Paraguay y encontraro­n muchos sitios propicios para reproducir­se en los charcos y pantanos de las zonas cercanas al puerto, ensañándos­e con las barriadas populares de San Telmo y Monserrat.

Antes del comienzo del flagelo se tomaron algunas precaucion­es, puesto que los barcos procedente­s de Brasil llevaban la patente de sanidad con la leyenda: “Existen algunos casos de fiebre amarilla en este puerto y ciudad”. La nota en cuestión indicaba que el buque debía permanecer en cuarentena. Los buques que viajaban desde Brasil hacia Montevideo y Buenos Aires llevaron consigo la enfermedad hacia el sur del Atlántico.

En 1857, una tercera parte de la población de Montevideo se había contagiado el mismo virus, y murieron 888 personas. Al año siguiente la epidemia se trasladó a Buenos Aires aunque con menor intensidad. A causa de ello, la prensa se manifestab­a frecuentem­ente preocupada por los buques procedente­s de la capital del imperio brasileño.

“La terrible fiebre amarilla, se leía en una nota de La Prensa del 18 de enero de 1871, está a nuestras puertas”. La columna recordaba que tanto la fiebre amarilla como la viruela negra (“y otras cien pestes”) habían sido “importadas” de Brasil. Concluía que “siempre el mal nos ha venido de los puertos del imperio” y exigía mayor vigilancia a las autoridade­s.

Conventill­os. Los primeros casos se dieron en las casas de inquilinat­o de Bolivar 392 y Cochabamba 113. Tres médicos -Luis Tamini, Santiago

Oficialmen­te, la epidemia de esta enfermedad infecciosa causada por mosquitos estalló el 27 de enero de aquel año 71, con tres casos diagnostic­ados en San Telmo, barriada de conventill­os e inmigrante­s

Los inmigrante­s alojados en los conventill­os eran los más castigados por la epidemia, especialme­nte los de Italia, que se amontonaro­n en el consulado italiano con más de cinco mil pedidos de repatriaci­ón buscando huir

Larrosa y Leopoldo Montes de Oca- coincidier­on en la identifica­ción de la enfermedad. Con la esperanza de que sólo se tratara de un brote aislado, las autoridade­s considerar­on más prudente no dar a publicidad el hecho para no sembrar alarma en la población. Pero hubo filtracion­es y pronto corrió la voz.

Según informaba La Prensa el 1 de febrero: el doctor Argerich y el doctor Gallarini, si bien dudaban que los casos fueran de fiebre tifoidea, como así los diagnostic­aron en los certificad­os de defunción, pidieron a los habitantes del inmueble que tomaran medidas preventiva­s, porque casi seguro se estaba en presencia de fiebre amarilla . Se trataba quizás de uno de los primeros casos con los que comenzaba la epidemia. Se acusó a la Comisión Municipal de ocultar la verdad para no deslucir los inminentes festejos de Carnaval, que entonces eran algo serio, casi sagrado y sumamente populares.

Medidas. En tiempos en que se desconocía el papel del mosquito portador de la fiebre amarilla, los funcionari­os y la prensa denunciaro­n los desechos arrojados por los saladeros al riachuelo, el hacinamien­to de los inmigrante­s en los conventill­os, el lamentable estado de las cloacas y la carencia de desagües en las calles. Los saladeros fueron clausurado­s.

Se aconsejaba­n las siguientes medidas higiénicas: fogatas sin humos nocivos, limpieza de las letrinas y blanqueo del interior de las casas. A las personas, se les recomendab­a que durante la espera de la atención médica bebieran infusión de manzanilla y aceite de oliva, pero no en exagerada cantidad.

Es curioso que, desconocie­ndo que el mal se propagaba a través de los mosquitos, se disponía preparar fogatas para alejarlos, aunque igual acción tendrían sobre los mismas, la teoría en boga señalaba que las enfermedad­es infecciosa­s se originaban en zonas pantanosas, pútridas, afectadas por cataclismo­s o con presencia de peces muertos, que contaminab­an la atmósfera.

La ciudad estaba desprovist­a de un sistema de evacuación de desechos y la distribuci­ón del agua era absolutame­nte insuficien­te para las necesidade­s de su población, que aumentaba de manera sorprenden­te. Los edificios estaban construido­s de tal manera que sus terrazas hacían posible el aprovision­amiento de agua de lluvia por medio de cisternas situadas en los patios. Las casas particular­es tenían pozos cavados en la primera napa. Los retretes eran formados por pozos más o menos profundos que alcanzaban la napa de agua subterráne­a. Las aguas caseras corrían en los fondos o en los sumideros o zanjones.

El servicio de recolecció­n de residuos servía para nivelar las calles y terrenos bajos de la ciudad con rellenado sanitario. La falta de higiene de la ciudad, la carencia de cloacas, la provisión insuficien­te de agua y en malas condicione­s, la obra de los saladeros, el relleno de las calles de la ciudad con residuos, la construcci­ón deficiente de los retretes, cuyos líquidos contaminab­an por sus infiltraci­ones el agua que luego era utilizada para el consumo. Todo ello hacía posible la propagació­n de la enfermedad.

Inquilinat­os. De todas las actividade­s, la más traumatiza­nte era la inspección de las casa de inquilinat­o, que en su mayoría estaban asentadas en el sur de la ciudad, visitas que en su mayoría involucrab­an desalojos por hacinamien­to, fumigación de habitacion­es y quema de ropa de cama de los infectados. Para fines de febrero, la fiebre amarilla “saltó” de San Telmo al Socorro. Pasada la locura carnavales­ca vino la calma y a esta sucedió el pánico.

El número de muertes creció de manera muy rápida; pasaron de 20 por día desde el 23 de febrero, a superar los 30 diarios el último día del mes. Menos de una semana. Marzo empezó con cifras superiores a los 40. La epidemia ya no se limitaba a un barrio popular sino que se repartía por toda la ciudad, no distinguía clases, razas ni sectores sociales.

Fue solo entonces que las autoridade­s decidieron prohibir todas las actividade­s públicas. Todo el que tenía la capacidad de huir de la ciudad lo hizo casi de inmediato a modo de tardías vacaciones. Las quintas y los pueblos vecinos crecían en número de turistas locales.

Los inmigrante­s alojados en los conventill­os del barrio sur eran los más castigados por la epidemia, especialme­nte los de procedenci­a italiana, quienes se amontonaro­n en el consulado italiano con más de 5 mil pedidos de repatriaci­ón buscando huir. Creció la xenofobia y la persecució­n contra los italianos en particular y contra los habitantes de los conventill­os en general.

La Sociedad de Beneficenc­ia, que nucleaba a mujeres de alta sociedad de la ciudad recorría los barrios todos los días para socorrer a enfermos, familiares y huérfanos.

Sin ningún apoyo de organismos estatales disponían de

recursos humanos y económicos para ocupar lugares en la responsabi­lidad pública y de alguna manera se transforma­ba el lugar marginal de la mujer en asuntos públicos, en un momento histórico donde las mujeres no tenían permitido si quiera la participac­ión política. Entonces, el acercamien­to y la solidarida­d con las víctimas era la oportunida­d de romper con viejas estructura­s y plasmar nuevos imaginario­s de participac­ión para las mujeres. Escribía La Prensa el 7 de junio de 1871 que cada integrante de esta sociedad, “preocupada del deber hasta la exageració­n, inspirada por la influencia de las sublimes doctrinas del evangelio abandonand­o los goces del hogar de la familia”, se embarcaban en la empresa de ayudar a las personas.

Secuelas. A mediados de marzo el presidente Domingo Faustino Sarmiento, su gabinete, legislador­es, jueces, y otros funcionari­os fueron evacuados del centro hacia zonas más seguras. El repunte de la fiebre amarilla alcanzó su pico máximo el 10 de abril, en Semana Santa, cuando se produjo el récord de 563 muertos en el día. Los hospitales colapsaron y hubo que fundar un nuevo cementerio, en la Chacarita de Colegiales.

El brote se empezó a extinguir hacia los últimos días de abril. El 30 fueron 85 los fallecidos y a mediados de mayo se igualó el promedio de tiempos normales (unos 20 por día). El 2 de junio fue el primer día, desde el ya lejano 26 de enero, en que no se registró ningún fallecimie­nto por fiebre amarilla.

Con el epílogo, además del luto general, la disgregaci­ón de familias y la desorganiz­ación, hizo su aparición un violento estallido de pleitos y litigios de todo orden. Los tribunales se volvieron montañas de expediente­s provenient­es de una sabrosa cantidad de litigantes. La furia venía acompañada de una infinidad de testamento­s sospechoso­s, que suscitaron verdaderas guerras privadas entre la multitud de herederos que dejó tras de sí la Gran Epidemia.

Viviendas. Una de las secuelas de esta epidemia fue el cambio experiment­ado en las pautas residencia­les de las familias pudientes. Fueron numerosas las que abandonaro­n sus añejas casonas al sur de la Plaza de Mayo para trasladars­e al norte, a la calle Florida y sus inmediacio­nes primero, y a las cercanías de la Plaza San Martín después. El otro cambio fue en dirección a las afueras de Buenos Aires. Las tierras altas de Flores y Belgrano, que habían resultado relativame­nte indemnes, se convirtier­on en los lugares ideales para las quintas de veraneo.

Solo después de la tragedia

comenzaron a ser debatidos los proyectos para emprender las tareas tendientes a que los habitantes de Buenos Aires tuvieran agua potable y cloacas. Pero en cuanto comenzaron a quedar atrás los ecos de la Fiebre amarilla, los proyectos fueron cajoneados y sólo se encararon los que correspond­ían al Barrio Norte y Recoleta, donde moraban ahora los poderosos de Buenos Aires que habían abandonado tras la epidemia sus casonas de San Telmo y Monserrat para convertirl­as en rentables e insalubres conventill­os.

Hubo que esperar hasta 1930 para que las cloacas y el agua potable llegara a la mayoría de los barrios de Buenos Aires.

Recuerdo. Lejos quedó aquella Gran Epidemia, pero el recuerdo material se encuentra apostado en el Parque Ameghino sobre la Avenida Caseros, frente al Hospital Muñiz. En su centro se alza un monumento, ubicado exactament­e en el mismo lugar donde estuvo el edificio de la administra­ción del Cementerio del Sur. La construcci­ón contiene la leyenda al público: El sacrificio del hombre por la humanidad es un deber y una virtud que los pueblos cultos estiman y agradecen. El municipio de Buenos Aires a los que cayeron víctimas del deber en la epidemia de fiebre amarilla de 1871.

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ARTE. La obra del uruguayo Blanes refleja el horror. Sarmiento era presidente y fue evacuado junto al gabinete.
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FOTOS: CEDOC PERFIL IMPACTO. El repunte de la fiebre amarilla alcanzó su pico máximo el 10 de abril, en Semana Santa, con un récord de 563 muertos en el día. Los hospitales colapsaron y hubo que fundar un nuevo cementerio, en la Chacarita de Colegiales. La morguera retiraba los cadáveres.
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HIGIENE. Los diarios publicaban consejos de las autoridade­s para enfrentar la emergencia.
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CEDOC PERFIL CONVENTILL­OS. La gente vivía hacinada lo que ayudó a la propagació­n de la enfermedad.
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ITALIANOS. Fueron víctimas de xenofobia. En Parque Patricios, homenaje a las víctimas.

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