Cómo pedir prestado varios sofá para dormir todos los días
Guido (Daniele Parisi) es un profesor de Literatura en una escuela de Roma, que atraviesa la cuarentena y está de novio. Un infeliz accidente durante una relación sexual con su novia desata una crisis de inseguridad en ambos y él queda en la calle. Esta es una típica comedia dramática con neuróticos de clase media en la Italia actual. En la que, como le ocurre a la mayoría que trabaja, abona sus cuentas y vive una vida normal. Hasta se diría chata. Nada le es seguro, en especial a nivel laboral. Por ese estigma atraviesan Guido y sus amigos.
Acostumbrado a no vivir solo, va a parar a la casa de sus padres. ¿Un retroceso? Tal vez, pero le sirve para darse cuenta de que cada edad tiene lo suyo. Claro que él a los 40 debía, tal vez, haber conformado una familia. Pero en su caso no se dio. Y a partir de la separación de Chiara (Silvia D’amico) su vida parece perder el rumbo. Así deambula de su casa paterna a la de sus amigos. Pero eso tiene una ventaja: ser el testigo privilegiado de otras vidas, de generaciones, que van de los 30 a los 40 y parecen tan inseguras y a la deriva como la de él. O en todo caso soportan a los otros, se soportan ellos mismos. Dentro de esta fauna está aquel más joven que se enamoró de una separada de 40 con un niño o el que está a punto de separarse porque no tolera a su mujer.
Ese deambular de un sofá a otro, en casa de amigos, le da a Guido una visión panorámica de sus compatriotas, los que cómo él casi no se escuchan unos a otros. Solo parecen estar atentos a sus angustias constantes, a un estado de incomunicación que los vuelve infelices. Claro que si el film
La grande belleza (2013, Paolo Sorrentino) mostraba a un hombre de 65 tan infeliz como Guido, ¿por qué este personaje no iba a ser también un reflejo de esa Italia, que a su vez mostró, y tan bien, Paolo Genovese en Perfectos desco
nocidos (2016)? En aquel caso, un grupo de amigos durante una cena tomaban conciencia de que en verdad se conocían demasiado poco unos a otros.
La virtud en El huésped está en la espontánea liviandad, casi ingenuidad, con la que el director cinceló a su protagonista, un estupendo antihéroe, simpático, indeciso y tierno a la vez, al que Daniele Parisi se entrega en cuerpo y alma. El film es pequeño pero intenso en reflejar ese, a veces, sinsentido al que nos invita la vida.