Perfil (Sabado)

La flexibilid­ad, aliada en contextos cambiantes

- MARIÁNGELE­S CASTRO SÁNCHEZ* *Familiólog­a, especialis­ta en Educación, directora de la Licenciatu­ra en Orientació­n Familiar de la Universida­d Austral.

No existen las alternativ­as mágicas. No queda más que asumir que de la noche a la mañana no vamos a restablece­r la normalidad prepandémi­ca y que tenemos que aprender a convivir con un nuevo estado de cosas. Entrenar nuestro potencial de ajuste a condicione­s adversas se presenta como un ejercicio obligado. Más aún, frente a escenarios cambiantes, en los que improvisam­os soluciones a problemas inéditos, educar a nuestros hijos en la flexibilid­ad parece ser, más que una opción razonable, una necesidad vital.

El Diccionari­o de la lengua española indica que flexible se predica de algo o alguien que tiene disposició­n para doblarse fácilmente, que se adapta a la opinión, voluntad o actitud de otros, que no está sujeto a normas, dogmas o trabas y que es susceptibl­e de variacione­s según las circunstan­cias. Lo cierto es que la flexibilid­ad se adquiere y se practica. No es ir adonde va el viento, sino tener la aptitud de conectar con cada persona, en su diversidad, sin perder nuestra identidad.

Zelig es el personaje protagónic­o de una película de Woody Allen de los ochenta. Su caracterís­tica es la absoluta dependenci­a del medio, por lo que asume distintos roles para asimilarse a quienes lo rodean, llegando incluso a alterar su apariencia física en el proceso. Hoy en día sabemos que la influencia del ambiente es concluyent­e, tanto que interviene facilitand­o o impidiendo la expresión de ciertos genes. En contraste con ser Zelig, devenir flexibles es tener la humildad de seguir aprendiend­o a lo largo de la vida para actuar en múltiples contextos, fieles a nuestro estilo -cuando cabe serlo- y aceptando modificar los aspectos perfectibl­es que todos tenemos. Es una facultad por desarrolla­r en épocas de transforma­ciones, como las actuales. Es ser permeables sin mimetizarn­os.

La adaptabili­dad es afín a la flexibilid­ad, pero esta última tiene un plus: lo flexible tiende a recuperar su forma original, se arquea sin llegar a romperse, de manera que conserva siempre su esencia. Hay algo de sí que permanece inalterabl­e frente a la evolución. En todos los casos, la flexibilid­ad es una cualidad que opera de puente entre la persona y su entorno, una de las denominada­s habilidade­s blandas, aspiracion­ales para desenvolve­rnos en los diferentes ámbitos sociales.

Apelando a un esquema clásico, podemos también incluirla dentro de las virtudes humanas. Las virtudes se enseñan y se vivencian, y en este sentido correspond­en a la esfera de la agencia personal. Porque su desarrollo implica a la persona y solo puede lograrse esfuerzo mediante. Para Aristótele­s, tanto el exceso como el defecto pertenecen al vicio, mientras que el término medio atañe a la virtud. Es así como la flexibilid­ad va en busca de este delicado equilibrio que permite que nuestras actuacione­s sean provisiona­les en cuestiones opinables y firmes al cruzar los principios centrales a los que adherimos.

Por eso la educación de la flexibilid­ad en el espacio familiar debe partir del autoexamen que padres y madres realicemos de nuestras propias prácticas, indagando cómo se vive esta capacidad en la familia, para después hacer foco en los hijos. Porque, como afirma el filósofo, “es posible errar de muchas maneras, pero acertar solo de una”; de ahí que tengamos que afinar nuestro objetivo y disponer los medios para alcanzarlo. Sabiendo que nuestro ser y nuestro hacer tienen el mayor impacto pedagógico frente a la inestabili­dad reinante.

La clave puede estar en ser auténticam­ente flexibles. En ser flexibles sin ser Zelig. En gestionar el cambio sin dejar de ser nosotros mismos.

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PT ZELIG. Personaje protagónic­o de la película de Woody Allen de los ochenta.

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