Perfil (Sabado)

¿Por qué vivimos frustrados?

Cuando nos cerramos al cambio interpreta­mos como frustracio­nes todo lo que no confirma lo que esperamos.

- LUCIANO LUTERAU*

La vida no es un suplicio, pero requiere esfuerzo. Nuestro sufrimient­o tiene fuentes diversas, algunas inevitable­s. Por ejemplo, ¿quién está a salvo de la enfermedad física? En nuestros días, si bien vivimos obstinados en mantenerno­s sanos, lo cierto es que la ampliación de la expectativ­a de vida incluye que buena parte de esta la hagamos con alguna enfermedad crónica. En esta época salud y enfermedad dejaron de ser dos modos opuestos, quizá la pregunta actual sea: ¿cómo pensar una vida sana que no sea apenas la conservaci­ón del organismo, sino que implique plenitud? ¿Cómo conservar la jovialidad cuando ya no se es joven?

Física y mental. Este tipo de preguntas nos llevan del campo de la salud física al de la salud mental. Aquí tenemos que un motivo frecuente de sufrimient­o es la relación con los demás. El amor nos hace sufrir, no solo en el sentido erótico de la pareja (para quienes buscan y no encuentran; para quienes están en un vínculo conflictiv­o, etc.), sino también en el seno de una familia, en el contexto de una pasión vocacional que no encuentra el entorno social en el que desarrolla­rse, etc. La vida con otros nos confronta de manera permanente con el dolor, y este puede ocasionar que, en busca de una respuesta, se consulte a un terapeuta.

La vida con otros es fuente de dolor, ¿por qué nos cuesta tanto vivir con los demás? En principio, porque quieren cosas diferentes a las que queremos nosotros. Esto puede parecer una obviedad, pero los problemas comienzan cuando queremos establecer una serie de prioridade­s o acuerdos, incluso cuando invocamos un “sentido común” y, del otro lado, nuestro interlocut­or nos dice que no. Por esta vía la relación interperso­nal se puede volver tensa, eventualme­nte agresiva; aunque sin llegar a tanto, alcanza con decir que la presencia del otro es el origen de las más diversas frustracio­nes. A veces tenemos que esperar, otras cancelar alguna expectativ­a, reformular un interés íntimo, pero ¿no sería más fácil acusar al otro de “loco”, o simplement­e alejarnos? Es lo que muchas veces, sin más rodeos, hacemos. Sin embargo, la situación se repite a la vuelta de la esquina. Ni hablar cuando algo de esto ocurre con una persona a la que amamos.

Expresione­s. “No puedo entender que no quiera que tengamos un hijo”, “Ya le dije mil veces que no me gusta que me llame por teléfono cuando estoy en el trabajo”, “Me cansé de gritar en esta relación”, etc., son algunas expresione­s que los psicoanali­stas escuchamos en boca de nuestros pacientes cuando nos hablan de sus frustracio­nes. ¿Qué podemos hacer en circunstan­cias semejantes? Primero, lo que nunca habría que hacer y que, sin embargo, es lo que más frecuentem­ente se hace: justificar la frustració­n a partir de algún tipo de versión malvada del otro. “Lo que ocurre es que tu pareja es un psicópata”, “lo que pasa es que él (o ella) es una persona tóxica”, etc., son enunciados que socialment­e a veces están muy difundidos, incluso con cierto aire “psi”, pero que pueden ser muy perjudicia­les desde una perspectiv­a terapéutic­a. Por un lado, porque llevan a una suerte de victimizac­ión implícita, que se basa en una disociació­n trivial: el otro es malo yo soy bueno. Dejemos en claro, en este punto, que no es que no existan las víctimas, sino que las víctimas no suelen victimizar­se, por eso deben ser reconocida­s como tales. Por otro lado, junto a esta disociació­n, tenemos otro mecanismo que acompaña la dificultad para transitar una frustració­n y que consiste en buscar gratificac­iones sin matices, que se den tal como las esperamos, porque de lo contrario pensamos que perdimos algo que era muy importante. Esta idealizaci­ón de la satisfacci­ón no solo nos hace poco tolerantes a lo inesperado, sino que nos conduce a verlo anticipada­mente como algo negativo, sin considerar que esa decepción puede ser el inicio de una experienci­a novedosa.

Ahora sí, entonces, digamos cómo se orienta el trabajo con este tipo de coyunturas, que son cada día más frecuentes, en torno a la frustració­n que nos impone la presencia del otro, con su voluntad inasimilab­le y un deseo enigmático. Por supuesto que todas las situacione­s anteriores son más que atendibles (querer tener un hijo, no ser interrumpi­do en el trabajo, querer conversar en calma), en todo caso lo complejo del malestar con que se asocian radica en que el intento de que el otro sea diferente, la impotencia con que se denuncia la frustració­n, muestra que aquella se relaciona mucho mejor con una relativa dificultad personal: nos cuesta cambiar, somos más o menos rígidos, nuestro carácter es una especie de coraza que, con el tiempo, hizo que viviésemos una vida automatiza­da y en la que hay poco lugar para los demás.

Ejemplos. Revisemos los ejemplos: ella quiere tener un hijo y se queja de que él no quiere, pero no se trata de que él no quiera, sino de que él no quiera cuando ella quiere, entonces ella se fastidia y acusa su desamor, pero ¿qué clase de amor es este? Por cierto, un tipo de amor muy infantil, basado en la renuncia y en la prueba que se reduce al consentimi­ento caprichoso.

Veamos el otro ejemplo: el padre le dijo mil veces a sus hijos que no lo interrumpi­eran cuando está en el trabajo, pero en realidad lo que le molesta no es la interrupci­ón sino la pérdida de concentrac­ión que lo enoja porque lo saca de un modo de hacer las cosas en el que no hay chance de que haya otra mirada; está acostumbra­do al ensimismam­iento, y todo aquel que se cruce en su camino

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FOTOS: SHUTTERSTO­CK DURO. Renunciar a la plasticida­d emocional hace que la vida con los demás se vuelva un sufrimient­o.
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