CHRISTIAN CAMBLOR
En un posible acto de arrojo o mera curiosidad, debo confesar que fui al cine. Sí, fui al cine, en el marco de actividades que están volviendo a funcionar, con los respectivos protocolos. Fue una experiencia rara, extraña, que les paso a contar. Luego del baño de alcohol al que nos sometió quien corta las entradas, ingresamos a una sala vacía, donde la mayoría de las butacas tenían una cruz. Una inmensa minoría no la tenían, y entre ellas debíamos elegir. Comienza la película, y advertimos que éramos los únicos. Extraña sensación, como ya dije. ¿Una función exclusiva para nosotros? ¿Si decidiéramos levantarnos, ahí nomás dejan de pasar el susodicho filme, o sigue nomás por si algún otro gusta de entrar? ¿Si nadie mira la película, la película ha tenido lugar? Era como un Netflix en espacio exterior. Mantuve la voz baja en los primeros comentarios, hasta que me di cuenta que no molestaba a nadie. Lo que siguió fueron expresiones a viva voz, sobre los protagonistas, el argumento, y el aire acondicionado del lugar. La situación se iba descontrolando. Amiga se sacó los zapatos, y hacía ruido con la bolsa de papas fritas. Me preguntó a viva voz, cual zaguero de San Lorenzo dando indicaciones en un corner, si la actriz no era la de la serie tal. Yo, tras decir que ignoraba ese dato, decidí extender mis piernas sobre las butacas delanteras. Podemos decir que estábamos en situación de living con asientos, o algo así. Todo se descajetó. Sobre la hora y media de filme, advertí que no entendía un pomo, y que no sabía si el protagonista era bueno, malo, o si era realmente el protagonista. Me puse el barbijo para concentrarme, pero nada. Opté por sacar el celular y revisar el Whatsapp. Llegó el final y salimos presurosos, no tanto por el implacable aire acondicionado, sino por miedo a que el boletero nos bañe con alcohol nuevamente.