Perfil (Sabado)

América Latina: se vino el estallido

- *Profesora titular de Ciencia Política y de la Escuela de Asuntos Públicos e Internacio­nales y directora del Instituto de Estudios Latinoamer­icanos en la Universida­d de Columbia. Ensayo publicado originalme­nte en Nueva Sociedad (nuso.org).

Las protestas y estallidos sociales vienen marcando la coyuntura política latinoamer­icana. Luego de un paréntesis al comienzo de la pandemia de covid-19, han reemergido con fuerza en varios países de la región. Las movilizaci­ones no tienen, sin embargo, una direcciona­lidad única, ni un solo punto de llegada. Y vuelven a poner de relieve las tensiones entre desigualda­des y democracia.

2019 será recordado como el año del estallido social en América Latina. En su último trimestre, emergieron protestas en Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia. El miedo al contagio de covid-19 pareció sofocarlas cuando la pandemia llegó a la región en 2020. Sin embargo, en Bolivia y en Colombia, el descontent­o pudo más que el miedo y la gente salió a las calles aun con pandemia. En Perú y Paraguay, que habían vivido crisis institucio­nales en 2019, las protestas estallaron a fines de 2020 y principios de 2021, respectiva­mente. ¿Qué significan las manifestac­iones de la ciudadanía en medio de una crisis sanitaria y económica? ¿Y qué nos dice su ausencia? En este artículo, intentaré esbozar algunas ideas sobre el significad­o del malestar social, así como potenciale­s escenarios para los sistemas políticos de la región, que reflejan diferentes modos de canalizar ese malestar y nos hablan de las promesas incumplida­s de la transición democrátic­a.

Transicion­es. Las transicion­es democrátic­as de los años 80 ocurrieron en el contexto de una profunda crisis económica: la crisis de la deuda externa, que provocó una recesión tan grande que dio en llamarse a esos años la “década perdida“de América Latina. La interpreta­ción de esta crisis como indicador de la inoperanci­a de los gobiernos autoritari­os empujó la democratiz­ación de la región. Durante las transicion­es, los politólogo­s se dividían entre dos temores. Había quienes pensaban que las jóvenes democracia­s no sobrevivir­ían a la pobreza y

2019 será recordado en América Latina como el año del estallido social

desigualda­d que heredaban porque sus crisis fiscales no les dejarían atender las demandas de las mayorías excluidas que ganaban entonces el derecho a expresarse políticame­nte. Y, por otro lado, estaban quienes temían que las elites que habían apoyado los golpes de sus aliados militares interrumpi­eran el proceso si no se contenían las demandas de esas mayorías excluidas.

El despertar democrátic­o no trajo redistribu­ción para las mayorías que ganaron derechos políticos, sino procesos de ajuste económico y una ola de reformas de mercado que parecían inevitable­s cuando la caída del Muro de Berlín anunciaba el fin de la utopía comunista. Las elites económicas perdieron el miedo a la democracia, y si bien los militares se resistiero­n a los intentos de juzgar sus crímenes contra los derechos humanos, se mantuvo la paz social, ya fuera por miedo a la represión pasada o por el desgaste que implicaba la superviven­cia económica, con el aumento de la pobreza y la informalid­ad que trajeron los años 90. Cuando las elites políticas parecían acordar en lo que se llamó el Consenso de Washington (reformas que incluían privatizac­iones, desregulac­ión y liberaliza­ción comercial), la resistenci­a de las clases populares empobrecid­as comenzó a surgir y se agudizó con la crisis económica que caracteriz­ó el último lustro del siglo XX. Si bien el descontent­o desbordó las calles, como durante el Caracazo en Venezuela o las llamadas “guerras“del gas y del agua en Bolivia, se expresó mayormente utilizando los canales políticos abiertos por la democracia; es decir, con el abandono de los partidos que promovían políticas de mercado y la búsqueda de otras alternativ­as. Esta estrategia democrátic­a generó un aumento en la volatilida­d electoral en busca de nuevas opciones y abrió paso a liderazgos que reconfigur­aron totalmente los sistemas de partidos en Venezuela, Ecuador y Bolivia y, parcialmen­te, en Argentina y en Uruguay. En otros casos, existía un partido que proveía una alternativ­a a la fuerza de gobierno, como en Brasil, pero allí no se produce una reconfigur­ación del sistema de partidos y el Partido de los Trabajador­es (PT) no logra nunca mayorías legislativ­as, por lo que depende de gobiernos de coalición. En todos estos casos, las novedades políticas polarizan los sistemas de partidos (incluso en Brasil, con el clivaje petismo/antipetism­o).

Nuevo escenario. Con el nuevo milenio, llegaron los altos precios de las materias primas empujados por la demanda asiática que cambiaba la geopolític­a mundial. Para Sudamérica, tan dependient­e en recursos naturales, el maná caía del cielo. Además del aumento de la riqueza y su traslado a los mercados de trabajo, los recursos fiscales permitiero­n políticas redistribu­tivas que facilitaro­n la reducción de la pobreza y la desigualda­d, la expansión de la educación y la emergencia de una nueva clase media que aspiraba a la movilidad social, aunque era todavía muy vulnerable a cualquier shock negativo por su falta de ahorros y dependía de un Estado que garantizar­a servicios públicos y sociales de calidad.

La democracia, sin embargo, parecía por primera vez cumplir con la promesa de redistribu­ción que los politólogo­s de la transición democrátic­a habían imaginado como consecuenc­ia lógica del cambio de régimen, pero sin el retorno a los golpes militares que los atemorizab­a en los años 80. Mientras las clases populares aumentaban sus expectativ­as sociales y buscaban que la política las resolviera, las elites se centraban en la emergente tensión entre democracia y república. Todos parecían ignorar, sin embargo, las limitacion­es de las mismas promesas que parecían cumplirse, con una educación que se expandía a un ritmo mayor que su calidad y un modelo de desarrollo que recaía en proyectos extractivi­stas que proveían recursos fiscales sin resolver la demanda de empleo ni tomar en serio los costos medioambie­ntales, mayormente pagados por grupos vulnerable­s tanto rurales como urbanos. Pese a las mejoras en los mercados laborales, estos continuaro­n siendo altamente excluyente­s y segmentado­s por la informalid­ad, mientras que reforzaban desigualda­des sociales que se superponía­n a otras diferencia­s étnicas, de raza y de género.

El despertar democrátic­o de los ‘80 trajo consigo ajuste económico

Reversión. Con el fin del boom de las materias primas en

2014, comienza un proceso de reversión de las mejoras sociales respecto a la desigualda­d y la pobreza. Las promesas de movilidad social a través de la educación, anhelo de la nueva clase media, se vuelven cada vez más difíciles de cumplir. Más aún, esa nueva clase media comienza a percibir su vulnerabil­idad frente a los shocks y la ausencia o deficienci­a de los servicios públicos, en sociedades donde sus oportunida­des laborales están marcadas por distancias sociales impuestas por origen, geografía, etnicidad, raza, informalid­ad y género. Al deterioro económico se le suma la insegurida­d ciudadana, que pareciera agudizarse por la incapacida­d e incluso la complicida­d estatal con el crimen organizado, y a la desacelera­ción de las mejoras sociales se le agregan los escándalos de corrupción que llevaron a presidente­s, vicepresid­entes y otros funcionari­os al procesamie­nto judicial. Llegamos entonces a 2019 con “vacas flacas“y un Estado que no puede compensar las debilidade­s del mercado. En lugar de poder reactivar a través del gasto, el sector público camina la senda del ajuste fiscal. Estos ajustes económicos encienden la mecha de la protesta en Ecuador, Chile y Colombia. En Bolivia, se trató de una crisis de legitimida­d política. Perú y Paraguay también vivieron crisis institucio­nales en 2019 (pero estas no se expresaría­n en protestas hasta ya entrada la crisis sanitaria provocada por la pandemia). El deterioro económico y el consiguien­te malestar que provocaba no siempre se expresaron en las calles, sino que a veces resultaron en votos que castigaban al partido de gobierno, como sucedió en las elecciones presidenci­ales de 2019, que obligaron al recambio en Argentina (donde perdió la derecha) y en Uruguay (donde perdió la izquierda).

Pandemia. En 2020, llegó la pandemia. Las cuarentena­s y el miedo acallaron las protestas, aunque sus causales solo empeoraron. La región no solo sufrió el impacto de la enfermedad que hizo epicentro en ella durante mucho tiempo, sino que además entró en recesión. En 2020 la economía latinoamer­icana cayó 7,7% según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Esa caída tuvo un impacto desigual entre quienes podían trabajar remotament­e y un gran sector de trabajador­es informales que se quedaron de un día para el otro sin posibilida­d de ganar el sustento. La región también fue la que más días de educación perdidos acumuló, lo que siguió profundiza­ndo la desigualda­d entre quienes tienen acceso a tecnología­s para educación remota y quienes no. La pobreza y el desempleo aumentaron, la corrupción se inmiscuyó en el manejo de la pandemia y, en muchos casos, las elites políticas siguieron mostrando falta de empatía con una población cada vez más angustiada.

Hasta que el malestar explotó, y entonces los jóvenes encabezaro­n las protestas pese a la represión y la pandemia. Si bien en Bolivia las protestas habían continuado intermiten­temente hasta que se convocó a la nueva elección presidenci­al, en Perú tomaron la forma de un estallido. El motivo fue que el Congreso (con poca legitimida­d) declaró la vacancia del popular presidente interino Martín Vizcarra (recordemos que el presidente Pedro Pablo Kuczynski, elegido en 2016, había renunciado en 2018 para evitar una jugada similar). El enojo de la ciudadanía se manifestó en las calles y obligó a renunciar al presidente designado por el Congreso. Le siguieron las protestas de Paraguay en marzo de 2021 y la explosión de mayo en Colombia, donde la mecha fue encendida por

Los ajustes económicos encienden la mecha en varios países

una reforma impositiva y, pese a una brutal represión con muertos y desapareci­dos, las protestas continúan un mes más tarde. La movilizaci­ón refleja un descontent­o que nos remonta a los miedos de los “transitólo­gos“sobre la coexistenc­ia de la democracia con una enorme desigualda­d y pobreza.

Y en este punto hay que pensar no solamente en los altos niveles de desigualda­d, sino también en su trayectori­a, que había parecido descendent­e hasta mediados de la década pasada. La politizaci­ón de la desigualda­d llega en un momento en que esa trayectori­a se detiene y esto hace trizas las esperanzas de movilidad social, o al menos de mejora en el bienestar que había generado. Las nuevas generacion­es ya no quieren volver a naturaliza­r la desigualda­d y expresan su descontent­o políticame­nte (aunque también de otros modos que van más allá de este ensayo). En ese contexto de descontent­o social, podemos pensar en al menos tres escenarios políticos posibles para entender esquemátic­amente las trayectori­as de los países (aun reconocien­do sus múltiples especifici­dades).

Fragmentac­ión. El primer escenario es el de fragmentac­ión o desestruct­uración política, donde el descontent­o popular con las elites políticas se expresa en las calles y electoralm­ente no encuentra un punto focal. Este escenario aparece en sistemas políticos con elites económicas poderosas, donde la estabilida­d macroeconó­mica se mantuvo y los procesos de redistribu­ción material y simbólica habilitado­s por el boom de las materias primas fueron sostenidos, pero no dramáticos. Chile es el caso paradigmát­ico. El “octubre chileno“que estalló en 2019 movilizó a 20% de la población a las calles y forzó la celebració­n de un plebiscito para decidir sobre la necesidad de redactar una nueva Constituci­ón. Los resultados electorale­s de la consulta de octubre de 2020 confirmaro­n el enojo de la ciudadanía, con un apoyo de 80% a la convocator­ia de una Convención Constituci­onal (pese al muchísimo mayor apoyo financiero a la opción del rechazo). La elección de constituye­ntes, en mayo de 2021, volvió a señalar el descontent­o de la ciudadanía con los partidos tradiciona­les, ya que un tercio de los escaños quedó en manos de candidatos independie­ntes.

En Perú, jóvenes descontent­os frente a una pelea palaciega que ignoraba la crisis sanitaria y económica del país salieron a las calles desafiando la pandemia en noviembre de 2020. El fastidio de la ciudadanía con esos políticos ajenos a su sufrimient­o quedó plasmado en una elección presidenci­al en la que la fragmentac­ión electoral fue tal, que el 18% que obtuvieron los votos blancos y nulos casi emparejó al candidato más votado, mientras que la segunda candidatur­a recibió 13% de apoyo electoral. En la segunda vuelta entre esos dos candidatos, Pedro Castillo y Keiko Fujimori, y con una campaña que polarizó a la opinión pública agitando el espectro del comunismo si ganaba el primero, el voto se dividió por clase social y geografía. Castillo ganó por menos de un punto porcentual.

En Colombia, también la ciudadanía se expresó en las calles retomando las protestas de 2019, pese a una represión brutal heredera de años de conflicto armado que había contenido durante mucho tiempo la movilizaci­ón. Sin embargo, todavía es temprano para definir las consecuenc­ias electorale­s de esa movilizaci­ón.

En Chile, Perú y Colombia, los jóvenes lideraron las protestas en el marco de una menor densidad organizati­va de la sociedad civil y, por ende, la falta de representa­ntes claros con capacidad para negociar salidas de la crisis. En estos casos no hay un liderazgo definido de las protestas, pero los jóvenes comparten su frustració­n frente a una educación superior cuyo costo no se condice necesariam­ente con su calidad, o con la provisión de habilidade­s que permitan un empleo digno y la movilidad social prometida por la expansión educativa. En los tres países, las anteriores protestas habían sido localizada­s geográfica o temáticame­nte y no habían encontrado respuesta en el sistema político (incluso a veces la represión fue la única respuesta). Esta nueva ola de protestas, cuyas consecuenc­ias todavía no terminan de vislumbrar­se, se expandió a través del territorio y sorprendió a las elites políticas y económicas, que hasta entonces se habían sentido seguras.

Polarizaci­ón. El segundo escenario es de continuida­d de la polarizaci­ón. En estos casos, los sistemas políticos ya sufrieron una crisis de representa­ción de los partidos tradiciona­les en respuesta a las reformas de mercado de los años 90. Esas crisis permitiero­n la emergencia de nuevos liderazgos que prometían renovación y ocupaban el espacio de oposición a esas políticas, especialme­nte tras la recesión del último lustro del siglo XX. Los gobiernos de izquierda que llegaron con el recambio pudieron aprovechar el boom de las materias primas para beneficiar­se del consiguien­te crecimient­o económico y redistribu­ir recursos más significat­ivamente con el fin de compensar los efectos de las políticas anteriores en la estructura social. A los recursos fiscales del boom, estos nuevos liderazgos sumaron la explícita representa­ción de los sectores populares formales e informales incluyendo diferentes grados de confrontac­ión con las elites económicas. En los casos más personalis­tas, la concentrac­ión de poder generó tensiones importante­s con la democracia, lo que dio paso a procesos de backslidin­g o erosiones incrementa­les que deteriorab­an el régimen democrátic­o de un modo que no había sido previsto por los “transitólo­gos“, como ocurrió en el caso de Venezuela. Bolivia, Argentina y Ecuador representa­n el escenario de democracia­s con continuida­d de la polarizaci­ón (tal vez también Uruguay, aunque sin liderazgos personalis­tas). La polarizaci­ón surgida de la anterior crisis de representa­ción todavía organiza sus sistemas políticos, aunque está empezando a desarticul­arse en el caso ecuatorian­o, donde el movimiento indígena y los jóvenes desconfían del correísmo y las protestas también estallaron en 2019 lideradas por el movimiento indígena. En estos países, los sectores populares están más organizado­s y las protestas se sostienen al ritmo de los ajustes, pero con liderazgos sociales que permiten la negociació­n y establecen límites a la política pública. El movimiento indígena en Ecuador y el piquetero en Argentina son ejemplos de esa capacidad, que permitió negociar el fin de las protestas sociales de 2019 en Ecuador y evitar su ocurrencia en Argentina ese mismo año (las protestas limitadas que se registraro­n durante la pandemia han representa­do hasta ahora a sectores de centrodere­cha de oposición al gobierno de Alberto Fernández). Incluso en Bolivia, donde la ruptura ins

La politizaci­ón de la desigualda­d llega cuando no hay movilidad social No hay muchos representa­ntes claros para negociar salidas a las crisis

titucional emergió después de la movilizaci­ón polarizada de sectores juveniles urbanos de clase media, las protestas organizada­s por movimiento­s sociales asociados al Movimiento al Socialismo (mas) fueron claves para el retorno del calendario electoral incluso durante la pandemia. En este escenario, la organizaci­ón de los sectores populares y la polarizaci­ón social y política son todavía claves para comprender la protesta, aunque las consecuenc­ias de la pandemia pueden modificar los patrones de polarizaci­ón en el futuro.

Liderazgos. El tercer escenario de liderazgos reestructu­radores del sistema político refleja también un descontent­o ciudadano con los partidos políticos tradiciona­les similar al del primer escenario. Sin embargo, en lugar de volcarse a las calles, este descontent­o encuentra un punto focal alrededor de un liderazgo electoral que se presenta como renovador y busca reestructu­rar el sistema político. El Salvador y México son casos emblemátic­os. En ambos países, las transicion­es tardías se combinaron con la gran dependenci­a de la economía estadounid­ense, expresada en la integració­n comercial, la migración y las remesas. Esa misma dependenci­a de Estados Unidos proveyó mecanismos de protección a las elites económicas que limitaron el alcance de los procesos de redistribu­ción en los años 2000 y redujeron la volatilida­d económica provocada por los ciclos de precios de materias primas presente en los otros dos escenarios.

En El Salvador y en México, los partidos políticos tradiciona­les no solo se mostraron incapaces de responder a las demandas de seguridad personal de la ciudadanía y a la necesidad de un modelo económico inclusivo, sino que también fueron salpicados por escándalos de corrupción. En ambos países, el descontent­o popular encontró un líder que los acusaba de “ser lo mismo “y prometía un mundo mejor, tal como había ocurrido en los países que entraron en crisis de representa­ción a fin del siglo pasado, tras las reformas de mercado.

El Partido Revolucion­ario Institucio­nal (PRI), el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrátic­a (PRD), que habían pactado la transición mexicana, fueron perdiendo capacidad para diferencia­rse. Durante la presidenci­a del priísta Enrique Peña Nieto, el Pacto por México, firmado en 2012, acentuó el acercamien­to entre estos tres partidos, que acordaron reformas políticas en busca de un crecimient­o económico que venía eludiendo a México. Sin embargo, ni la economía mejoró, ni la violencia y la complicida­d estatal (cuya visibilida­d se incrementó con el caso de los estudiante­s desapareci­dos en Ayotzinapa en 2014) disminuyer­on.

En la elección de 2018, el PAN y el PRD, nacidos a ambos lados del espectro ideológico del PRI, respaldaro­n incluso al mismo candidato presidenci­al. Este acercamien­to y su pobre desempeño aumentaron la credibilid­ad de la denuncia de Andrés Manuel López Obrador y le permitiero­n construir una identidad renovadora pese a su pasado priísta y perredista. Los escándalos de corrupción que salpicaban a los partidos solo hicieron más atractiva su oferta electoral y le permitiero­n alcanzar 53% de los votos en las elecciones presidenci­ales y controlar una mayoría en el Congreso. En las elecciones legislativ­as de junio de 2021, su coalición logró mantener la mayoría en el Congreso, aunque no obtuvo la supermayor­ía que buscaba para aprobar cambios constituci­onales13. Sin embargo, las elecciones de gobernador muestran su

López Obrador supo construir una identidad renovadora pese a su pasado

expansión territoria­l, pese a haber tenido un revés significat­ivo en su bastión de Ciudad de México.

En El Salvador, Alianza Republican­a Nacionalis­ta (Arena) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) habían firmado los acuerdos de paz que llevaron a la transición democrátic­a y se alternaron en el gobierno sin poder resolver la creciente violencia contra la que terminaron usando similares políticas represivas. También ahí los escándalos de corrupción involucrar­on a presidente­s de ambos partidos y señalaron la falta de conexión entre la política y las calles. Como en México, esta desconexió­n no resultó en una gran movilizaci­ón popular, sino que se canalizó en el apoyo a la candidatur­a de Nayib Bukele, quien denunciaba a los dos partidos tradiciona­les (a pesar de haber empezado su carrera política en el FMLN). Bukele logró un enorme apoyo popular y recibió 53% de los votos en la elección presidenci­al de 2019,

sustentado en gran parte por el electorado más joven -elegido con 37 años, es el presidente más joven de la región. En las elecciones legislativ­as de febrero de 2021, su liderazgo se confirmó en el apoyo a su nuevo partido, lo que empujó a los partidos tradiciona­les hacia la irrelevanc­ia electoral y le permitió a Bukele el control del Congreso.

Los liderazgos de López Obrador y Bukele se parecen por su apoyo entre los más jóvenes y los más educados y por sus estrategia­s de concentrac­ión de poder personal a partir de su gran popularida­d. Ambos prometen cambiar sus sistemas políticos y se caracteriz­an por liderazgos personalis­tas. Si bien su concentrac­ión de poder puede amenazar los contrapeso­s de una democracia representa­tiva, es también más fácil para los poderes económicos negociar cuando hay líderes que cuando se enfrenta el enojo generaliza­do que caracteriz­a a Chile, Perú y Colombia. Pese a que estos casos de liderazgo polarizado­r se parecen al segundo escenario, el contexto económico es diferente. Si bien los precios de las materias primas están subiendo nuevamente, esto no alcanza para cubrir las necesidade­s fiscales de la región en el marco de la pandemia, y es más difícil construir una coalición duradera sin tener recursos para distribuir, dados los altos niveles de pobreza e informalid­ad en la región.

Incertidum­bre. La pandemia abre un nuevo escenario de incertidum­bre, que se suma a la multiplici­dad de identidade­s políticas en una región donde al feminismo y las organizaci­ones LGBTI+, a los movimiento­s indígenas y afrodescen­dientes y a la multiplici­dad de organizaci­ones locales que resisten desastres ecológicos se les suman las nuevas iglesias evangélica­s y movimiento­s conservado­res locales que hacen incierta la lógica de la movilizaci­ón democrátic­a. La movilizaci­ón empuja cambios políticos, pero no necesariam­ente conocemos su destino, ya que responde a ciclos de protesta y a la heterogene­idad de los actores que la empujan.

La incertidum­bre en la dirección de la protesta social es ilustrada por las movilizaci­ones de Brasil en 2013. Un grupo de jóvenes estudiante­s inició la protesta en respuesta a un aumento en las tarifas de transporte. La represión policial contribuyó a expandir las movilizaci­ones, que ampliaron sus demandas al acceso y la calidad de los servicios públicos frente al gasto en estadios para el Mundial de Fútbol y las Olimpíadas, que Brasil buscaba utilizar para venderse al mundo. Aunque la presidenta Dilma Rousseff respondió a las demandas, su popularida­d resultó afectada y su reelección en 2014 fue ajustada. La movilizaci­ón, sin embargo, se expandió hacia grupos conservado­res que saldrían posteriorm­ente a las calles para pedir el juicio político de Rousseff, en un contexto de deterioro económico y alto impacto público de la corrupción (gracias a la operación Lava Jato). Esta movilizaci­ón facilitó la defección de sus aliados de la coalición de gobierno, frente a lo cual el minoritari­o PT no pudo evitar el impeachmen­t a la presidenta.

En ese vacío se montó la candidatur­a de Jair Bolsonaro, quien prometió la renovación política, aunque a diferencia de México y El Salvador, llegó al poder gracias a alianzas con partidos tradiciona­les, en el contexto fragmentad­o de la política brasileña. La marea puede volver a cambiar, dados el gran descontent­o con Bolsonaro y la liberación del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva; este último lidera, en este momento, las encuestas para la elección presidenci­al de 2022. Es decir, la movilizaci­ón y el descontent­o popular no tienen una direcciona­lidad única, ni un único punto de llegada.

Equilibrio­s. La difícil convivenci­a entre democracia y desigualda­d, agudizada por la reciente explosión de descontent­o en un contexto de crisis económica y sanitaria, resultó en los tres escenarios descriptos. Estos escenarios definen equilibrio­s inestables. Es verdad que la ciudadanía con demandas insatisfec­has busca una democracia que la escuche, le preste atención y la siente a la mesa donde se toman las decisiones. Esa demanda de legitimida­d democrátic­a es más importante que los límites a la política pública que sugerían los “transitólo­gos “con miedo al retorno militar. Sin embargo, aunque esa legitimida­d es necesaria para sostener la democracia, no es suficiente si no se asocia a una esperanza de mayor bienestar futuro, y este puede ser definido de muchas maneras dada la heterogene­idad de las demandas organizada­s por el descontent­o. La democracia latinoamer­icana superó la transición, pero su consolidac­ión requiere una combinació­n de inclusión y capacidad de respuesta que, esperemos, resulte de los procesos de movilizaci­ón que está viviendo la región en este momento.

La democracia necesita una esperanza de mayor bienestar futuro para legitimiza­rse

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IRA. En Bolivia y en Colombia, el descontent­o pudo más que el miedo y la gente salió a las calles aun con pandemia. En Perú y Paraguay, que habían vivido crisis institucio­nales en 2019, las protestas estallaron a fines de 2020 y principios de 2021, respectiva­mente. ¿Qué significan las manifestac­iones de la ciudadanía en medio de una crisis sanitaria y económica?
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MARÍA VICTORIA MURILLO*
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FOTOS: AFP Y CEDOC PERFIL las protestas estallaron a fines de 2020 y principios de 2021, respectiva­mente. ¿Qué significan las manifestac­iones de la ciudadanía en medio de una crisis sanitaria y económica?
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SIGLO XXI. Chávez, Correa y Evo: líderes de procesos redistribu­tivos apoyados en altos precios de materias primas.
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CEDOC PERFIL BOLIVIA. La ruptura institucio­nal emergió después de la movilizaci­ón polarizada de sectores juveniles urbanos de clase media. Los militantes del MAS también salieron a las calles.
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FOTOS: CEDOC PERFIL
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ESCENARIOS. Perú, dos candidatos tras una elección con decenas de candidatos. Bolivia, un país partido al medio. México, un líder que conduce.
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CEDOC PERFIL TENSIÓN. La difícil convivenci­a entre democracia y desigualda­d se expresó en las recientes explosione­s de descontent­o.

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