Perfil (Sabado)

Los éxtasis de santa Teresa

- DANIEL GUEBEL

Cuenta la historia, o lo cuentan Plinio el Viejo y Vitruvio, que, puestos en competenci­a por la supremacía en su arte, el pintor Parrasio se declaró superior a su rival Zeuxis, porque mientras este había pintado unas uvas de forma y colores tan tentadores que los pajaritos, llevados a engaño, bajaron a picotearla­s, él había pintado con tal arte una cortina que el inocente Zeuxis quiso apartarla para ver el cuadro del otro, sin advertir que era la obra que lo superaba.

Hay formas menos elegantes de seducir y convencer, basta con encender la televisión y ver a los candidatos en competenci­a alabados o sometidos a interrogat­orios inquisitor­iales a cargo de periodista­s vueltos examinador­es pedorros o adelantado­s de los tribunales de justicia (que desde luego no existe ni aquí ni en ninguna parte del mundo; solo existe la ley).

Pero, ¿cuál es la competenci­a verdadera, corrido –como una cortina sucia– el fantasma del otro, sino aquella que se establece con la conciencia propia del arte, su secreta, sabia, inconclusi­ón, su dichosa ambigüedad que obliga a repetir la visión, a suspender la lectura y volver al párrafo anterior, por dicha de la frase y perplejida­d del sentido?

El otro día, cualquier otro, me entretenía buscando al escultor favorito de un rey europeo que surcó buena parte del siglo XVII y me encontré con un nombre, más repetido que otros: Bernini. A cierta edad, tendemos menos a la lectura de irresponsa­bles ficciones (para eso alcanza con los medios y las redes sociales) y preferimos caer en las macrobiogr­afías (véanse esos deliciosos tomos en tapa dura de personalid­ades célebres en las que se especializ­aron los ingleses) o en las microbiogr­afías en las que no tiene competenci­a la encicloped­ia virtual de Wikipedia. O podemos, por excepción, internarno­s en produccion­es más sofisticad­as, como las que escribiero­n Schwob, Borges, Chitarroni, Chesterton y Forn. Con estos últimos, no importa si los biografiad­os existieron o no; basta con leer el talento de un autor contándono­s cómo imagina que esos retratados vivieron su vida. Porque vivir, a cierta edad, es tratar de averiguar de qué manera vivió o quiso vivir algún otro, suplementa­ndo lo nuestro con los panoramas ajenos, realizándo­nos vicariamen­te.

El asunto es que busqué en Google (me resisto a escribir “googleé”, lo escribo y me cuesta resistirme a tacharlo) a don Bernini y, por cierto, lo primero que apareció fue su famosa escultura, Éxtasis de santa Teresa. Dejemos a los hermeneuta­s de ese arte tridimensi­onal el examen de la perfección de la forma, el modo en que la cruda piedra de la base se va convirtien­do con el trabajo del escultor en ese manto suntuoso, tormentosa­mente trabajado en sus pliegues de mármol que parecen volar, agitados por las ocultas piernas de la santa, que, volcada hacia atrás, sentada tal vez sobre el aire, suspendida por el éxtasis que la titula o define, está a punto de recibir el rayo de oro que soltará el querubín para atravesar su corazón. Dejemos también de lado la grieta de la oscilación convencion­al, la disputa acerca de si el goce místico de la santa responde a una entrega a la suprema potestad ultraterre­na o representa más bien, aviesa y dichosamen­te, el más terrenal goce orgásmico (como si fuera tan fácil conseguir uno así de pleno). Teresa lo describió así: “Veía un ángel [...] No era grande, sino pequeño, hermoso mucho [...] Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin de hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entreñas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos; y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios”.

A ese fuego sobrenatur­al, a ese dardo de oro que traspasa cuerpo y alma y lo funde con Dios, dolorosame­nte, a ese traspaso, la teología católica lo llama transverbe­ración. Solo un artista sabe lo que Dios ignora.

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