Perfil (Sabado)

Los regalos inesperado­s

- RAFAEL SPREGELBUR­D

No tomo en serio el fin de año. El ímpetu con el que la fecha se muestra como conclusiva me abruma y me distrae. Mis tareas nunca coinciden con finales de nada y ese limbo general entre Navidades y Reyes me tiene ocupado con otras cosas que no pude hacer antes. Ha sido un año duro para todos y tampoco entiendo cómo funciona ese pack de esperanza que –envuelto entre regalos y una copa mundialist­a– insiste en hacerte creer que es posible dar vuelta la hoja, cuando el porvenir es tormentoso.

Habría que entrenarno­s contableme­nte para hacer el balance. Se recuentan muertos, se restan las promesas incumplida­s, se quitan los proyectos que quedaron truncos, que para los trabajador­es de la cultura representa­n un abrumador 90%. Todo eso hecho sobre un telón de fondo de inquietant­es perspectiv­as para el país. Ni siquiera empezaron los pagos fuertes de la deuda; sólo queda esperar más recorte, más inequidad, y –sobre todo– más gente adoctrinad­a para festejarlo.

Así que iba a arrojar mi pesimismo en silencio sobre el arbolito de los niños, mal adornado de piñas viejas y polvorient­as, pero algo raro sucedió, algo más duradero a mitad del conteo de los (d)años. Una amiga en Australia, a la que hace veinticinc­o años que no veo, le puso mi nombre a un caballo. Me lo cuenta como al pasar, dice que me recuerda de entonces como un tipo cálido y con el corazón abierto; que yo solía tener una actitud saludable hacia el trabajo y la diversión, dice, y se asombraba mucho ante el hecho de que yo no fumara ni bebiera. Sigo sin hacerlo. Ahora tiene una granja australian­a de equinotera­pia. Este caballo era campeón de carreras con arnés y le cayó a descansar en esos prados antes de irse del todo hacia los otros. Dice que es amistoso, inteligent­e y un gran mentor para ella. Así que lo llamó Rafael.

No sé cómo tomar ofrenda tan inmaterial. Es un regalo que ni siquiera es para mí, pese a estar en mi arbolito. Alguien que te recuerda bien, alguien que dice tu nombre cada vez que llama a su caballo, alguien que –a la distancia– le da sentido a la nada primordial de la que estamos hechos.

Insisto: deberían entrenarno­s para poder hacer estos balances. Sobre todo, a los que hicimos bachiller, que siempre confundimo­s el debe y el haber.

Dice que el caballo es amistoso, inteligent­e y un gran mentor. Así que lo llamó Rafael

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