Perfil (Sabado)

Perversa impunidad criminal

- SUSANA COHEN ARAZI* *Exárbitro oficial. Socia Fundadora Asoc. Arg. de Árbitros de Hockey sobre Césped.

Recuerdo palabras del capitán de la selección nacional de rugby “Los Pumas”, Hugo Porta, allá por los años 70, cuando decía “hay que cuidar al rival”. Éstas le dieron otra dimensión al ejercicio del deporte colectivo.

El jugador, más allá de si tuvo la intención explícita de lastimar al adversario, descargó toda su humanidad y furia sin medir consecuenc­ias, algo tan grave que produjo una vértebra quebrada en su columna vertebral (Neymar año 2014). El cuerpo de nuestro adversario deportivo es “sagrado”, y en los deportes de contacto colectivos, como el fútbol, rugby o hockey, esa debe ser una condición ética insoslayab­le con la que un jugador entra a la cancha, porque forma parte de la preparació­n que debe brindar el técnico. También los dirigentes.

En otra dimensión, no menor en responsabi­lidad, está el rol del árbitro deportivo, que debe tener como primera tarea proteger a jugadores y al mejor juego, y que éste se encuadre dentro de unas reglas que no hacen otra cosa que favorecer a los más habilidoso­s. ¿Cómo se logra? Realizando un arbitraje “preventivo”, que supone no ser permisivos ante los pequeños gestos violentos, porque luego se transforma­n en grandes problemas. Las reglas nos habilitan para cobrar, sin esperar que ocurra lo peor. El violento no puede formar parte del juego.

Somos animales mamíferos. La violencia nos habita. Una forma sublimada de la guerra es la contienda deportiva. En ella medimos nuestro coraje, habilidad, energía, entrega, compromiso con la camiseta, compañeris­mo, honestidad como deportista­s. Pero entonces ponemos esa violencia al servicio del juego, y sólo es posible con esos límites que nos imponen las reglas y esa condición ética que tiene el juego en sí mismo.

El juego no persigue utilidad alguna, se encuentra antes que la cultura, lo compartimo­s con los animales. Los perros sólo muestran los dientes y se vuelven destructiv­os cuando marcan su territorio, al igual que quienes pelean por fronteras –geográfica­s, étnicas, religiosas, económicas– y terminan en las masacres inútiles más cruentas y despiadada­s, perdiendo todo rasgo de humanidad.

¿Hay algo más inocente que meter un gol? Sigamos protegiend­o la belleza del juego deportivo, su pureza. Esa que nos muestran los Messi y Neymar hoy, Maradona ayer. Tienen en común el encanto del más puro talento. En nuestra condición humana, la envidia busca destruir aquello que no puede tener. Rescatar esta esencia en el deporte, así como en la vida, es tarea de los adultos –sean padres, familia, educadores–, formar a quienes vienen detrás de nosotros con estos valores.

La muerte de Fernando Báez Sosa a manos de jóvenes violentos – hoy se juzga a los atacantes, no a los “rugbiers”– da testimonio de la falta de registro del otro al violentar su cuerpo sin límite, descargand­o una violencia que entra en una condición infrahuman­a, sin ley. Es la práctica de la opresión, el poder de matar, por sobre las prácticas de libertad que implican vínculos humanos sanos, donde está el respeto por el otro, no meternos con el cuerpo del otro. Es un límite preciso que no podemos ni debemos transgredi­r. Hoy, a tres años de su muerte, es imprescind­ible el rol de la Justicia para sancionar, dar ejemplo de aquel mandamient­o elemental en la raza humana: “no matarás”. Es indispensa­ble hacer responsabl­es a los criminales de las consecuenc­ias de sus actos. Ningún participan­te de ese crimen es inimputabl­e, sería perverso pensar alguna justificac­ión de carácter psico-social; deberán ser castigados por haber asesinado una vida en pleno crecimient­o. La Justicia y la Ley deben restituir el valor sagrado de la vida, apenas un homenaje mínimo para esos padres que la gestaron con amor.

Si protegemos el juego, tendremos la esperanza de recuperar lo mejor de nuestra cultura y condición humanas. Por ahora, con niveles de violencia y degradació­n crecientes en nuestras sociedades, observamos que hemos olvidado ese contrato social elemental que implica perder o ceder algo de nuestra libertad, a cambio de “no matar” ni “ser matados”. Hace falta terminar con la banalidad del mal.

¿Seremos capaces de volver a la ley? La sociedad argentina espera este fallo judicial, indispensa­ble para reparar tanto daño, tantas vidas aniquilada­s en el cuerpo cruelmente destruido de Fernando Báez Sosa. Las institucio­nes de la República deben rescatarse de tantos años de degradació­n, recuperar la dignidad para todos los argentinos.

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