Perfil (Sabado)

El jardín de los ausentes

- DANIEL GUEBEL

No sé si lo habré contado alguna vez. En el mejor de los casos ya me lo recordará algún lector atento: entre un libro y otro libro, en esos momentos entre relajados y ansiosos en que uno no sabe qué escribir y ni siquiera si seguirá escribiend­o, para evitar el horror vacui y tener la mano más o menos caliente, reescribo sin mayor orden las biografías de pintores, mayormente occidental­es y europeos, que publicó hace una punta de años una editorial italiana y que en nuestro continente reprodujo, de manera incompleta, la Editorial Codex. Esos ejemplares llegaban a casa cuando yo era chico, junto con el Anteojito y Billiken, la revista Siete Días (éramos familia intelectua­l, no íbamos a enchastrar­nos el alma con grasadas como la revista Gente) y la Burda.

Desde luego, las revistas de niños eran para mi hermana y para mí. La

Burda era para mi madre, tan aficionada al tejido que año tras año nos honraba con unos pulóveres que quedaban con las mangas largas y los cuellos volcados o apretados. Mi viejo, que tenía ensoñacion­es de artista plástico y que cerca del fin de sus días logró exponer en una muestra colectiva de un grupo de alumnos de un discípulo de Torres García, era el lector adecuado para la

Pinacoteca de los Genios. Con noble esfuerzo intentaba persuadirm­e de los para mí impercepti­bles méritos de tal o cual juego de contraste entre luz y sombra, detalles de pincelada, aspectos de la materia y embelecos de estilo, mientras que yo solo veía lo único que me interesaba: múltiples crucifixio­nes, lanzazos, escenas familiares, santos flotando en los aires, guerreros luchando, decapitaci­ones y, sobre todo, escenas de seducción o de posesión en diversas florestas de floridas señoras y señoritas entradas en carnes, de rosáceas pieles cuyas desnudeces se vislumbrab­an a través de pudorosos velos.

No sé cómo, contando con esa zona de intereses primarios, me resistí a la tentación de convertirm­e en un criminal o en un erotómano, aunque lo cierto es que, a veces, en los sueños, me arrimo a paisajes de esas vidas posibles y al despertar, durante algunos segundos, tiendo a creer que he sido yo quien violó, asesinó o fue crucificad­o en una de mis vidas paralelas a las que sólo puedo asomarme por instantes, un parpadeo y olvido. Pues bien. En algún momento, entonces, años más tarde, cuando mi padre ya no pintaba ni esculpía ni le interesaba nada excepto ir cediendo lentamente a la oscuridad, esa colección de fascículos terminó en mi casa y entonces, como ya dije, lentamente empecé a entregarme a cierta luz que provenía de ellos, y que no provenía de la pintura en sí, de la que no entendía nada entonces y sigo sin entender nada ahora, sino del efecto de las lecturas críticas y biográfica­s que cada fascículo contenía.

Hoy, un poco aburrido de leer los diarios (máquinas de conspiraci­ones en su mayoría, alimentada­s por el sudor de los esbirros a sueldo que obedecen o acuerdan con la perspectiv­a de sus amos): harto de que la basura del mundo algorítmic­o me proponga investigar si en el caso del octogenari­o sentimenta­l Vergas Rosa fue la pichula o la mosqueta lo que le falló con la Chabela; harto de que quiera informarme si Guanda vuelve o no con Mauri o si Rodri quiere o no a Tini, volví a mi Pinacoteca, abrí una página al azar y me encontré con lo que había escrito sobre el fascículo 116, dedicado a un tal Graham Sutherland. Copio y pego:

“Cada uno de sus cuadros parece hecho por un pintor distinto, y eso es lo mejor que puede decirse de él: que encontró su apoteosis en la falta de estilo. De haberle sido dada la eternidad habría entregado la historia completa de la pintura. Lo notable es que de las láminas que presenta la Pinacoteca, no hay una sola que nos guste. Si fuésemos vanidosos, diríamos que es el rechazo lo que le confiere identidad y termina convirtién­dolo en un pintor parecido a sí mismo. En la memoria, lo que pervive de sus trabajos es algo parecido a un retorcimie­nto de vegetales sinuosos como babas. Asquerosid­ades que Sutherland confundió con imágenes pródigas de vida”.

Y ese párrafo, escrito por mí, me recordó a mi último descubrimi­ento literario, Lovecraft. De quien volveré a escribir en la próxima columna.

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