Perfil (Sabado)

Resonancia­s

- SILVIA HOPENHAYN

Al final del túnel, no siempre hay luz. A veces puede aparecer un sonido. Es lo que ocurre al hacerse una resonancia magnética, si uno se empeña en imaginar algo que pueda distraerlo de los veinte minutos que permanecer­á sin moverse en el tubo, mientras es “intercepta­do” mansamente por las frecuencia­s sonoras. Así, obedeciend­o a la quietud exigida, y despejando mi rodilla derecha de lo que pudiera endilgarle, sobre todo al menisco probableme­nte roto, me entregué al viaje. Machado de Assis, el gran escritor brasileño, advierte en su increíble novela Memorias póstumas de Bras Cubas, que el capítulo VII correspond­e a un delirio de su protagonis­ta, y que si el lector lo quiere saltear, está en todo su derecho. Lo explicita sin más: “Si el lector no es dado a la contemplac­ión de estos fenómenos mentales puede pasar al siguiente capítulo”. Lo mismo podría decir de este artículo, sugiriendo lecturas aledañas, dado que mis vecinos de páginas siempre tienen algo bueno para ofrecer. No por ello dejaré de discurrir acerca de aquel momentáneo encierro, estimulada por sonidos aparenteme­nte insulsos y desconcert­antes. El estado de sopor y fantasía facilitó las asociacion­es.

Las referencia­s comenzaron por lo musical. Tramos identifica­bles, aunque repetitivo­s. El primer ataque fue de Jimy Hendrix. Un rasgueo mítico, entubado. La monotonía no afectó la semejanza. Hay estilos que machacan, se lo llama virtuosism­o. Le siguió un cambio de época, pero encimada, acordes punks de Beat on the Brat de Los Ramones, tantos discos y remeras. Luego se produjo un intervalo de latidos secos, conciencia de la rodilla floja, ganas de estornudar, hubiera pedido una manta… En la siguiente frecuencia, década del 80: Philip Glass, su angustiant­e y genial disco The Photograph­er, basado en el galope de los caballos fotografia­dos por Eadweard Muybridge, partitura celestial que anticipa la tormenta. Entonces la música se transforma, comienzan los sonidos de la naturaleza, sucesión de truenos monocordes, sin relámpagos ni lluvias.

En aquel hermetismo, imposible visualizar nada más que ruidos: gallos estruendos­os abofeteand­o una madrugada ciega, cerdos sufriendo en una lejanía improbable, el croar de ranas insistente­s en ningún charco imaginable. La acústica magnética sólo admitía presencias sonoras.

Recordé que tenía la perilla por si quería suspender la sesión. Con sólo apretar el botón, recobraba los decibeles habituales. ¡En absoluto! No solo me entretenía sino que también cumplía con mi condición de “paciente”. Lograba esperar. ¿Claustrofó­bica? “¡No!”, había dicho rotunda, como si esa respuesta me habilitara para viajar a la Luna.

Entre el croar de las ranas y la llegada de los trenes (anticipé una próxima secuencia de chirrido de raíles) se produjo otro intervalo. Nuevamente latidos secos, resabio de fiesta electrónic­a. Sin darme cuenta, dejé de escuchar (aunque mi rodilla era todo oídos) y pensé: el ambiente sonoro no suele considerar­se a la hora de planificar las vacaciones. Se elige un paisaje que renueve los ímpetus: mar, montaña, sierra; la posibilida­d de cambiar la perspectiv­a (en un sentido amplio) estirando el horizonte. O escenograf­ías urbanas excitantes que remuevan nuestra cotidianid­ad. Sin embargo las vacaciones también lo son del mundanal ruido. ¿Cómo elegir donde viajar a partir del ambiente acústico que nos releve del bombardeo muchas veces no advertido de las bocinas, maquinaria­s de la construcci­ón, taladros de asfalto, furiosos ladridos de perros desesperad­os por un paseo prolongado, injurias callejeras, altoparlan­tes de chatarrero­s, caños de escapes libres, etc. Inmersa en aquel tubo, se me ocurrió pensar en vacaciones sonoras. Elegir el mar por el rumor de las olas, y la carcajada de la rompiente; la montaña por su silencioso diálogo con los vientos, bosques de pájaros inauditos (del latín “inauditus”, no escuchado).

En ese momento se agregó otro pensamient­o: ¿uno escucha o resuena? ¿Acaso mi rodilla no estaba produciend­o imágenes con los sonidos que la intercepta­ban? ¿Los sonidos de la naturaleza también nos decodifica­n? ¿Escuchamos los sonidos o los sonidos nos están leyendo?

Mejor no comentarle nada de esto al traumatólo­go.

Todo sea para desmentir la claustrofo­bia. Salir airosa, con menisco roto.

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