Perfil (Sabado)

La luz argentina

- SILVIA HOPENHAYN

Pienso en por lo menos tres libros que ayuden a sobrelleva­r los cortes de luz. La luz argentina, de César Aira, que tendría que volver a leer para comparar los episodios en tiempos de Segba con los actuales Edenor o Edesur, y ratificar así el eterno retorno o la ironía de las irrelevant­es diferencia­s. El elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki, para olvidar por un rato, varios ratos o días enteros –según de qué barrio se trate– lo que significa vivir en Occidente, tan dependient­es de lo luminoso, la transparen­cia (eufemismo refutado por el filósofo posmoderno Baudrillar­d), la claridad. En ese pequeño gran libro la sombra es bienvenida, la oscuridad, un remanso (“Nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignific­antes”). Con algo que asome alcanza para imaginar lo demás (“Basta con que la parte visible esté impecable para que se tenga una opinión favorable de la que no se ve). Lo inmaterial cobra valor (“Creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuro­s producido por yuxtaposic­ión de diferentes sustancias”).

Otra novela posible para atenuar los golpes de la vida y del calor, La vida, modo de uso, de Georges Perec. Relato excepciona­l que nos permite jugar con lo simultáneo y la vecindad, en un edificio donde viven cientos de personajes y el saludo muchas veces no pasa de los comentario­s sobre el clima en el ascensor. Es un crucigrama de vidas en movimiento. Podríamos decir que en estos tiempos la convivenci­a (o la falta de esta) adquirió un nuevo formato, o se sirve al menos de un instrument­o que redefine los intercambi­os y límites entre habitantes de un mismo edificio. Casi todos ya formamos parte del drama cotidiano general a través de los grupos de Whatsapp de vecinos.

¿Estar comunicado­s facilita la solidarida­d? En muchos casos, abre puertas; en otros, la fatiga de la intromisió­n desalienta el intercambi­o. Igualmente, siempre es bueno enterarse de lo que a uno no le pasa, leyendo la petición ajena. A veces, bajo la forma de un reclamo, comentario­s diversos, tan banales como insólitos. Así nos enteramos de los caños rotos de cada uno, “arreglos” de las expensas extraordin­arias, los productos caseros que vende la del 4° A, la queja de la puerta de entrada que quedó abierta, si alguien puede recibir un paquete de Mercado Libre, de qué piso es el gato que maúlla en la terraza, si alguno cambia dólares o si tiene el contacto de un pintor, los primeros dientitos del nene del sexto que no para de llorar, las mermeladas caseras de la portera o los panes de masa madre del hijo de la viuda del octavo… Hasta que alguno sale del grupo y provoca un desconcier­to pasajero, ganas de emularlo, sumarse a las huestes de los desentendi­dos, y al mismo tiempo es una “baja” en la batalla cotidiana por sobrevivir, sin luz, con escapes de gas, facturas desorbitad­as y todas las exigencias que se alivian cuando nos enteramos de que en todos los pisos están igual o parecido.

“¿Se habrá mudado?”, piensa alguno con las esperanzas renovadas de que aparezca un nuevo integrante del equipo de la lucha virtual, de la compañía ínfima, incandesce­nte, el celular que se enciende con un nuevo mensaje a sabiendas de que se trata de alguien que está a pocos metros de distancia. Palabras tan cercanas de bocas que pocas veces escuchamos hablar.

Sin darnos cuenta, se va formando una gran familia de desconocid­os.

En esta última semana, los vínculos se han fortalecid­o. El calor y los cortes reavivaron los grupos de Whatsapp. La indignació­n parecía atenuar las dificultad­es, a tal punto que sin electricid­ad, por lo tanto, desprovist­os de wi-fi y de carga, los mensajes irrumpían en la oscuridad como fosforesce­ncias milagrosas; estertores inacabados de reclamos inútiles.

Lo importante era sentirse acompañado. La lectura ya no era un salvataje posible. Ni Aira, Tanizaki ni Perec podían rescatarno­s del agobio. Sobre todo porque ahora nosotros parecíamos personajes dentro de una historia oprobiosa, donde igualmente caben la ternura y el hartazgo.

Pienso en otro cuento que refleja lo humano en situacione­s críticas de mundanidad, “La autopista del sur”. Pero en esta ocasión, en lugar de autos en fila e inmoviliza­dos como en el relato de Cortázar, la línea es vertical, unos encima de los otros, a oscuras y muertos de calor.

Y al volver la luz, se desencaden­a el olvido.

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