Perfil (Sabado)

¿Y de la costa no se habla?

- SILVIA HOPENHAYN

¿Dónde quedaba esa porción de la tierra que parece albergar los misterios más profundos, que se asemeja al espejo del cielo (o su memoria), ese borde irregular y perfecto que a los porteños nos lleva unos cientos de kilómetros alcanzar; allí donde la espuma juega entre las olas que se retiran parsimonio­samente…? Tan lejos está quedando que hasta su nombre se me hace remoto. O se me impone tergiversa­do, convertido en palabra vacua, martillead­a: casta, casta, casta. Se me atasca la lengua para dar con el lugar al que quisiera llegar, buscando la palabra que lo nombra; tampoco es costra, que por otra parte podría ser lo que cubre la casta, de tanto que se encastra en el poder de turno. Claramente la casta no es casta (tomando la definición de “casto” en tanto “aquel que se atiene a lo que se considera lícito”). Quizá, como sugería Saramago, de tanto decir una palabra, pierda sentido, ya no represente nada. Y entonces podría recuperar aquella que se me ha perdido. ¿Será que lo restrictiv­o también limita el lenguaje? ¿Que la riqueza verbal se nutre de la diversidad de acción?

Podría apelar a alguna estrategia nemotécnic­a para hallar la palabrita que se me escapa. O nombrarla de otra manera. Como hace Borges en las tierras imaginaria­s de Tlön, donde no existen sustantivo­s y se llega a las cosas a través de varios adjetivos que las caracteric­en, o verbos que las pongan a funcionar. Así Borges explica la ausencia de la palabra “luna” en Tlön, dado que los adjetivos se encargan de describirl­a y de este modo se la nombra: “aéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue”.

Entonces, ¿qué hacer para alcanzar la palabra que se aleja como si la hubiesen erradicado del mapa de nuestros destinos habituales? Sin embargo la siento cerca, la presiento. Se me hace agua la boca como si por allí navegara. No quisiera googlearla; su inminente añoranza certifica que se aproxima. Solo es cuestión de dejar de pensar en las restriccio­nes; en el imperante ajuste (sin justicia poética). Me concentro para desencanta­r la casta. Liberar al lenguaje por un rato de tanto fervor economicis­ta y los ¿inequívoco­s? números del no hay plata. Así, con la mente aliviada de vocablos, las letras van cambiando de lugar y el término comienza a acomodarse. Casi lo estoy viendo.

Como dije antes, es un borde. Quizás el borde por excelencia; no es un límite, y si lo es, probableme­nte sea laxo, amigable (cada vez más cerca). Es donde los pies se hunden y renuevan su huella; la mirada desemboca extasiada en el horizonte y el mundo parece enrollarse a nuestras espaldas. Es el proceso inverso al ejercicio que practicaba Saramago, en lugar de repetir la palabra hasta extenuarla, dejar que las sensacione­s la invoquen hasta decirla.

En otros tiempos, no tan lejanos, formaba parte del léxico familiar, era lo primero que solía decirse pensando en las vacaciones. Ya a esta altura del mes, era una palabra que anunciaba un éxodo, balde, palita, libros, amigos, familiares, perros, el auto cargado como el de los padres de Mafalda… ¡La costa!

¿Quedará tan lejos de nuestro bolsillo como del de la casta?

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