Perfil (Sabado)

La libertad en peligro

- MARTÍN KOHAN

Para los amantes de la libertad (debe haberlos, pese a todo) ha de haber resultado terrible escuchar esa frase tremenda, la más opuesta, la más adversa, la más hostil para la noción de libertad: la que concluye (¡y concluye antes de empezar!) que “no hay alternativ­a”. No hay modo de que la libertad no se dañe con una visión de esa índole, ahí donde la libertad se basa ni más ni menos que en la posibilida­d de elegir (aun bajo la forma extrema y paradójica que concibió Jean-paul Sartre, la que plantea que estamos condenados a elegir).

Ahí donde “no hay alternativ­a”, no hay elección posible, y ahí donde no hay elección posible, no hay auténtica libertad. Hay lo contrario: inducción forzosa, imposición inapelable, determinis­mo (pero no el determinis­mo de lo inexorable, el que establece que “no hay nada que hacer”, sino el determinis­mo de la obligatori­edad, el que dice: “solo es posible hacer esto, y ninguna otra cosa que esto, y no hay forma de negarse a hacerlo”).

Por eso infiero que los amantes de la libertad han de haberse sentido, como me sentí yo, dolidos, contrariad­os, compungido­s, preocupado­s, al escuchar de boca del Presidente ese drástico “no hay alternativ­a” (¡y escucharlo repetido!), la lisa y llana eliminació­n de la libertad, al ver la forma en que se la hería de muerte y se la dejaba de lado. Para el amante de la libertad, siempre hay alternativ­as, no se resigna a la falta de opción. Y si un determinad­o paradigma, en un punto determinad­o, llega a una instancia así y no deja alternativ­a, habrá que darlo por agotado y promover un paradigma distinto, uno que sí habilite alternativ­as, uno que resulte, él mismo, una alternativ­a.

¿No hay alternativ­a? Entonces no hay libertad. Libertad en un sentido cabal, libertad en un sentido genuino. Queda apenas esa versión engañosa, restringid­a por un economicis­mo reductivo y falaz, que promueve la especulaci­ón perniciosa de los que siempre sacan tajada, que beneficia a los que tienen más, que perjudica a los que tienen menos. O descarga la crueldad impasible de su ajuste sobre la maestra de una escuela pública, por ejemplo, o sobre el enfermero de un hospital público, pues pertenecen a las fuerzas del mal, a saber, el Estado, antes que sobre un empresario chupasangr­e, acaparador y mezquino, por ejemplo, pues pertenece a las fuerzas del bien, esto es, al sector privado. O bien esa versión baladí, la que prospera en la adolescenc­ia, hecha de gestos nimios de una rebeldía de aspaviento­s y vociferaci­ón. O bien esa variante extraña, insostenib­le pero vigente, que asocia malamente la libertad con la represión, su antagonist­a primordial, y se entretiene en la contemplac­ión perversa del show de la violencia estatal (porque el Estado, en tales casos, ¡les encanta!), el aplastamie­nto por coerción de las luchas por la libertad en sus formas esenciales y primigenia­s (luchas por la equidad, luchas por la igualdad), castigadas a palazos o a balazos.

Alguien se ve obligado a cambiar los planes para su cena del día, porque va al supermerca­do a comprar y tropieza con la sinceridad impiadosa de los poderosos formadores de precios. Alguien se ve obligado a cambiar los planes para sus vacaciones en enero, porque a su sueldo de trabajador le han vuelto a encajar un impuesto (eso sí, con repugnanci­a, con ganas de cortarse una mano). ¿Qué habrá sido entonces, en casos así, del respeto irrestrict­o por el proyecto de vida del otro? Hay vidas de tanta aflicción que los proyectos se miden en plazos cortos: van de la tarde a la noche, van de un mes al mes siguiente. Y aun así, se atascan, se frustran, se complican, se ven ferozmente amenazados bajo una atrofia de la libertad.

Nos invitan a sufrir. Algunos aceptan, gustosos. Otros adhieren y respaldan, porque no son ellos los que van a sufrir más, o no son ellos los que van a sufrir. La idea es la de todo imaginario mesiánico: el que exige un sacrificio para que haya una redención. Funciona bien en el universo de las creencias religiosas, y tanto más en quien las afronta uncido por un trance místico. En el plano de la realidad social, sin embargo, en el reino de este mundo, es dolorosame­nte fácil comprobar una y otra vez que los que van al sacrificio suelen ser más o menos los mismos siempre, y los que se salvan, que no son ellos, suelen ser siempre los mismos también.

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