Perfil (Sabado)

Mi hermano budista

- SILVIA HOPENHAYN

El hombre se aleja por la playa hasta volverse un punto en la arena. Elige una hora de sol benigno para acoplarse al ritmo de la naturaleza. Las olas marcan otro tiempo: el de la meditación. El hombre y su sombrero se detienen; comienza entonces la meditación solitaria, con las piernas cruzadas, estirando la espalda, perpendicu­lar al horizonte. Los pulgares se unen alrededor del ombligo, la cabeza 45º hacia el pecho, los ojos ni del todo abiertos, ni del todo cerrados, un mirar sin ver. La respiració­n consciente más lenta, visualizan­do el aire que ingresa por el vientre. Los pensamient­os se alejan sin desaparece­r totalmente, los juicios se suspenden y, como si hubiera más espacio, una calma empieza a circular por el cuerpo.

Al cabo de una hora, el murmullo del mar se acopla manso al recogimien­to interior. Ahora el tiempo de las olas corre por dentro. El alcance de una paz momentánea o maestría del yo lo impulsan a levantarse. Considera, quizá, que la experienci­a de soledad beatifican­te, debiera culminar en baño de mar. Elige una piedra mediana para que su sombrero permanezca quieto en la costa y se encamina liviano, casi alado, para sumergirse en las aguas tibias del Ecuador. No da ni siquiera dos pasos y siente un pinchazo terrible, como si un anzuelo gigante lo aferrara del pie. La ligereza adquirida, el dominio del momento se deshacen ante la magnificen­cia del dolor. Solo, en la playa más lejana, pierde todos sus súper poderes, mientras la manta raya se aleja velozmente. No es su triunfo, sólo se ha librado del peso del hombre. Este se echa sobre la arena, repudiando su alejamient­o. Ni siquiera el pinchazo de la manta raya lo convierte en héroe de la mala suerte. Lo único que ocupa su mente es el milagro de la aparición de un otro. El azar se hace cargo de la situación: de una duna emerge una moto, montada por un hombre y un niño. El desesperad­o agita los brazos y enseguida se produce el rescate. Lo llevan al albergue más cercano y sin preguntas, sólo con gestos inequívoco­s, el dueño calienta agua casi hirviente donde el herido recuperará luego de quince minutos la sensibilid­ad perdida. El dolor será un recuerdo inolvidabl­e, y un aprendizaj­e (de lo inesperado siempre se aprende algo): la naturaleza es más fuerte y a veces irrumpe devolviénd­onos la humildad.

Los pensamient­os se alejan sin desaparece­r totalmente, los juicios se suspenden

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