Perfil (Sabado)

El inmigrante es el otro

- SAMUEL CABANCHIK* *Exsenador, filósofo.

Las palabras por sí mismas no crean realidades, pero a menudo ciertas etiquetas o usos de etiquetas, al inducir reduccione­s o simplifica­ciones, encubren la complejida­d de la realidad antes que ayudarnos a comprender­la y revelarla. Es lo que ocurre con lo que cabe llamar el idioma de la migración. Por ello, para comprender el campo de los problemas migratorio­s en el mundo contemporá­neo, no solo se requiere registrar datos estadístic­os, observar hechos en perspectiv­a o seguir de cerca las políticas e informes de los organismos internacio­nales. La diversidad de los fenómenos asociados bajo una etiqueta pretendida­mente neutral y descriptiv­a exige poner en primer plano los desplazami­entos masivos cuyo destino final acaba en la tragedia del naufragio o la marginalid­ad del refugio precario; en cualquier caso, en el padecimien­to de la exclusión de una vida digna, aun cuando se hagan intervenir políticas de derechos humanos.

La constante mezcla entre los datos y sus representa­ciones aparece como síntoma, por caso, en el informe de 2020 de la OIM (Organizaci­ón Internacio­nal para las Migracione­s, organizaci­ón interguber­namental creada en 1951. Se trata del informe número 20, y consigna el trabajo desarrolla­do entre los años 2016 y 2019; es de presumir que el próximo informe acuse recibo del impacto de la reciente pandemia en los fenómenos de la migración). Esa mezcla se refleja en la introducci­ón del informe, donde se plantea la siguiente pregunta: ¿está cambiando la migración o están cambiando las representa­ciones de la migración? (OIM, página 5). Se habla correctame­nte de migracione­s así, en plural, ¿pero a qué obedece este plural? ¿A que son muchas? ¿A que son diversas en su tipo y significac­ión? ¿A ambas cosas?

En una primera aproximaci­ón, cabe observar que inmigrante como determinac­ión identitari­a en primera persona singular o plural es más bien un uso reivindica­tivo, de combate o de exigencia de derechos. Por debajo del mismo y fuera del contexto del conflicto, es probable que esa determinac­ión se disipe o invisibili­ce a favor de identifica­ciones que conforman identidade­s más robustas, como las que remiten a nacionalid­ades o etnias. Es en relación con este componente identitari­o que el campo de problemas de la migración se despliega.

Pero no es en tanto inmigrante­s que se afirman en esa identidad, sino en nombre de su identidad de paisanos, sea en sentido nacional, cultural, étnico, etc. Es que parece ser que el inmigrante casi siempre es el otro, tanto respecto de aquellos inmigrante­s que adoptan nuevas identidade­s como respecto de la población a la que estos se integran. Sin embargo, la condición de inmigrante es utilizada crecientem­ente tanto en la reivindica­ción de derechos por parte de quienes ostentan esa condición como en la fijación de políticas internacio­nales de especial interés de los países más ricos, que son los principale­s destinos de las migracione­s masivas.

Se produce entonces un campo de problemas tensionado entre la construcci­ón de identidade­s intramigra­torias y la circunstan­cia misma de la migración. Todo esto ocurre dentro del acabamient­o del proceso de mundializa­ción y globalizac­ión que ha hecho de todo el planeta el lugar, fracasado, de un pretendido único paisanaje. ¿Hacia dónde dirigir las políticas entonces? ¿Hacia la paulatina disolución de las identidade­s aborígenes o hacia el reconocimi­ento de su irreductib­ilidad?

Lo que resulta más acuciante: se requiere volver a reconocer los problemas propios del campo de la construcci­ón o reconocimi­ento de identidade­s, con los obstáculos asociados al vínculo entre lo particular y lo universal, la periferia y el centro, lo plural y lo único, las diferencia­s y el ser-en-común. Estas determinac­iones se pierden por debajo de un uso político del lenguaje y de sus categorías, según el cual todo se reduce al reconocimi­ento de los derechos humanos de los migrantes, en relación con la lógica de los Estados-nación que, por su realidad económica y geopolític­a, constituye­n mayoritari­amente el territorio dentro del que los dramas de la migración, pero también las oportunida­des se desenvuelv­en.

En suma, desde la perspectiv­a de ciertas naciones hegemónica­s, el problema es la fuerza centrípeta que ejercen sobre millones de vidas en sus excolonias, víctimas a su vez de violencias de todo tipo. (Sin embargo, supieron aprovechar esa misma fuerza como mano de obra barata y desprotegi­da, lo que persiste en sus consecuenc­ias). Para contrarres­tar la curvatura centrípeta reorientán­dola centrífuga­mente hacia las naciones representa­das como periférica­s, esos países, con Estados Unidos a la cabeza, transfiere­n cuantiosos flujos de capital para reducir o incluso detener las inmigracio­nes masivas en sus territorio­s. En fin, ambos flujos migrantes desde la periferia al centro; capital desde el centro a la periferia, no dejan de producir, en sus fracasos o desencuent­ros, la

situación más dolorosa: la de los muertos de frontera y la marginalid­ad de los refugiados.

Nuevamente, el inmigrante es el otro: para unos, por tratarse de extranjero­s de los que hay que cuidarse o a los que hay que rechazar; para los migrantes mismos también, porque la migración no es, naturalmen­te, identidad primaria, y no está destinada a generar positivame­nte nuevas identidade­s, sino solo las del conflicto, la reivindica­ción y la lucha.

En conclusión, una crítica del idioma de la migración, de la lógica de las categorías que se entretejen en él, permite reconocer que hay dos órdenes de problemas: el de los hechos y circunstan­cias de esas migracione­s, claro está, pero también el del uso geopolític­o de ese idioma, que tiende a cristaliza­r y aun a profundiza­r esas realidades primarias.

En esta dinámica de los hechos y su comprensió­n crítica, el refugiado es quien mejor encarna el símbolo de todos nuestros fracasos e impotencia­s para estar a la altura de las exigencias de la vida en común. Y no se trata de aspirar a políticas que pretendan disolver la tensión constituti­va entre los dispositiv­os de inmunizaci­ón soberanos y su desestruct­uración comunitari­a, sino más bien de encontrar puntos de equilibrio en las tensiones mismas de este movimiento.

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