El que prefirió no hacerlo
Una novela en tono menor sobre un profesor universitario consigue alcanzar la categoría de gran novela sin pretenderlo.
A veces se cree que la literatura del siglo XX, que la “gran literatura” del siglo XX, contaba historias enormes y llenas de conflictos dramáticos, como si el siglo de las guerras mundiales, las vanguardias y las experiencias psicodélicas decantara necesariamente en libros que contuvieran e incluso exacerbaran toda esa intensidad. La tan mentada búsqueda de la Gran Novela Americana es justamente eso: la idea de que el país del siglo XX tiene que producir el relato central de ese siglo. Contra ese fetichismo de lo grandilocuente está Stoner. Publicado por primera vez en 1965, el libro hizo el recorrido típico de los textos de culto; pasó desapercibido, se reimprimió por voluntad y tenacidad de editores de buen olfato y siguió volando bajo hasta que después de muerto el autor se descubrió en Europa y entonces sí, el libro volvió a su país rubricado por la consagración francesa y empezó una cadena alocada de traducciones y réplicas en editoriales de todo el mundo occidental. El caso, sin embargo, no es alarmante: aunque ahora parezca que, por momentos, la globalización llegó a la literatura y todo se traduce y viaja con velocidad, los libros tienen una temporalidad necesariamente más lenta que el resto de los “objetos” de la industria cultural, y que una gran novela se empiece a leer 50 años después de su primera publicación no debería escandalizar a nadie. Pero vayamos al libro.
Stoner es la historia de un joven hijo de granjeros del midwest norteamericano que se anota en la flamante Universidad de Agronomía por pedido de su familia pero descubre la literatura y decide que le gustan más las palabras que labrar la tierra y se queda ahí, en la Universidad, durante toda la vida; primero como estudiante y luego como profesor. Eso es todo. Es la historia de un hombre que estudia en una Universidad y que después enseña y después se muere. Un “hombre de traje gris”, como se etiquetó a los hombres norteamericanos de posguerra que tenían una familia tipo y trabajaban y cuyas vidas se agotaban ahí. Pero los hombres de traje gris (esos de las novelas de Sloan Wilson o de Richard Yates, por ejemplo) aspiran a dar el batacazo económico y poder así dejar su vida de clase media para comprarse una enorme casa de tres pisos en los suburbios de Nueva York o quizás irse a Roma y con- vertirse en artistas. El personaje de Stoner no tiene esa ni ninguna otra aspiración y ahí está lo inquietante del texto. ¿ Cómo se narra el simple paso del tiempo, cómo se escribe la novela de un hombre que no tiene ni furias ni pretensiones ni drásticos cambios anímicos? Ese es el prodigio de este texto, que mantiene al lector en un puño. En efecto, hacia la mitad de este relato nuestro personaje se enfrenta a una situación incómoda a raíz de una pelea con otro profesor de la misma casa de estudios. Él pierde, el otro gana. Si el libro tiene un centro de gravedad narrativo, sin dudas es ese. ¿ Por qué esa escena produce tanto sufrimiento e irritación? No solo porque quiebra en dos el texto –antes todo era apacible y fluido y a partir de entonces todo se empieza a complicar un poco– sino porque comprobamos que William Stoner, el antihéroe de John Williams, no ha dado pelea con la tenacidad con la que podría haberlo hecho. Esa es su lección: no ha dado pelea porque no quiso. En el siglo de los fuegos artificiales y en el país del consumo, Stoner se convirtió en un Bartleby y prefirió no hacerlo.