Revista Ñ

La primavera roja que iba a durar para siempre

- JUAN CRUZ PERIODISTA Y EDITOR ESPAÑOL. SU ULTIMO LIBRO ES “EL NIÑO DESCALZO” ALFAGUARA

No se sabrá nunca la verdad, pero lo que vimos todos fue que sobre el hombro izquierdo de Fidel Castro se posó una paloma y esa foto de los barbudos revolucion­arios celebrando en La Habana la victoria sobre Batista circuló por todo el mundo como un milagro laico, como la celebració­n de una primavera roja que pasaba en invierno e iba a durar toda la vida.

Los adolescent­es empezamos a creer en aquel hombre como en un nuevo dios, cuya actividad iba a desparrama­rse sin freno para beneficio de personas y países acostumbra­dos a que mandaran siempre los ricos y los mismos. En concreto, en España vivíamos una dictadura que quisimos asemejarla a la de Batista y en concreto en Canarias, en Tenerife, no estábamos tan lejos de La Habana. Nuestros abuelos fueron a Cuba a buscar tesoros debajo de los montículos donde pastaban tristes las cabras, aquella isla fue la de los sueños de nuestros antepasado­s, los primeros emigrantes de la ilusión y del hambre.

De pronto Cuba fue un mito, como si una paloma se hubiera posado sobre nuestros hombros de manera milagrosa, y los que nos sentíamos de izquierdas y procubanos, o procastris­tas, o admiradore­s del Che Guevara, comenzamos a llenar nuestras casas de recortes de periódicos, de revistas Bohemia, de libros revolu- cionarios o de retratos del Che o de esa fotografía de Fidel con la paloma sobre su hombro izquierdo.

Un amigo de entonces, Francisco González Casanovas, fue para mí el nexo más inmediato con Cuba, con lo que pasaba allí, con lo que pasaría. El, que era repartidor farmacéuti­co, era un convencido procubano y procastris­ta que no sólo creía en el milagro cubano sino que difundía la Revolución con mayúsculas como algo que iba a llevar salud a la humanidad, como esos mismos medicament­os que llevaba en su coche.

De hecho, con muchos de esos medicament­os me llevaba a los barcos cubanos donde unos marineros igualmente ilusionado­s, pero más realistas que nosotros, los recibían como una bala contra el bloqueo.

En esos barcos inolvidabl­es comíamos arroz con frijoles, escuchábam­os discursos de Fidel (hasta el discurso en el que el comandante se despidió de Ernesto Guevara, acribillad­o en Bolivia en 1967); y de esos barcos nos llevábamos discos, álbumes inolvidabl­es de Carlos Puebla y de Pablo Neruda recitando, triste, sus largos poemas detenidos en el amor o en la guerra.

Fue un tiempo fantástico: creíamos tanto en aquello que no veíamos nada que le hiciera sombra. Hasta que pasaron algunas cosas que, en la dinámica política e intelectua­l de la época, dejábamos pasar como rumores esparcidos por el enemigo.

En la plaza de Los Patos de Santa Cruz un dirigente del comunismo de entonces, de los que nos mandaba sin discusión alguna, me reprochó que mi padre tuviera un camión para su trabajo.

Ese era el clima de la época: o creías o no creías, y entre las creencias había dogmas, como ese de que la paloma vino a ungir a Fidel Castro desde algún remoto lugar en el que no se producen errores o el dogma de que no creer te convertía de inmediato en un “gusano”. Pero hubo errores, millones de errores, errores que nadie puede hoy disimular mirando pajaritos preñados o palomas infalibles.

Pasó la censura y la persecució­n, de escritores, de disidentes, de homosexual­es; pasaron los fusilamien­tos y las paradojas insensatas de una revolución que confundió la velocidad de su implantaci­ón con el acuerdo general de la población, y pasó la delación pagada, el rumor como instrument­o de la persecució­n, los abucheos a los que no parecían estar de acuerdo.

Pasó la dictadura, pero no la del proletaria­do. La dictadura de la mente, y por lo tanto el miedo. Ese miedo al que le dio nombre el escritor Virgilio Piñera: “Fidel, tengo miedo”, cuando el comandante dijo que dentro de la Revolución (aun con mayúsculas) todo, fuera de la Revolución nada.

Y la revolución se fue haciendo en minúsculas y para el mundo, al menos para nosotros, los que creímos en la ilusión de los dogmas, la paloma se fue desdibujan­do, hasta morirse.

Ahora se ha muerto Fidel, aquella paloma. Y el silencio es atronador, porque dentro de él suenan preguntas terribles: ¿Por qué hizo volar la paloma? ¿Por qué la mató?

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1959. “¿Por qué Fidel hizo volar la paloma?”, se pregunta Juan Cruz. “¿Por qué la mató?”
La Habana, 1959. “¿Por qué Fidel hizo volar la paloma?”, se pregunta Juan Cruz. “¿Por qué la mató?”

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