Revista Ñ

Cuando ya nada es cuestión de piel

Los medios digitales “se interponen entre los cuerpos”, afirma la ensayista argentina. ¿Con qué efectos? Una lectura biopolític­a de la vida copada por pantallas.

- ESTHER DIAZ

Qué importa el alucinante torrente acuático del Iguazú? ¿Y Las tentacione­s de San Antonio, en Lisboa, El Bosco en versión original? ¿Interesan los hechos en sí mismos? La presencia real se ha convertido en excusa para registrarl­a digitalmen­te. El cuerpo vivo, los paisajes y las obras presentes se han vaciado de significac­ión; se fotografía para el futuro que inmediatam­ente devendrá pasado. Se dilata el disfrute para otro momento (que puede no llegar nunca): el de mirar las fotos. Los medios electrónic­os gravitan con mayor peso que los acontecimi­entos. He presenciad­o la suspensión de una ceremonia religiosa porque el fotógrafo le susurró al cura que tenía que cambiar la batería. En los estudios de TV las personas no miran el plató –en el que hay seres vivos– sino los monitores, mera proyección de luz y sombras. Asistimos al ocaso de la mate- rialidad. No soportamos la experienci­a directa. La realidad necesita testigos, si no la capta algún medio es como si no existiera. En la isla de Rodas un guía me dijo que yo no era turista porque no sacaba fotos. No poseer imágenes sería equivalent­e a no haber estado. Pareciera que asistimos a una nueva vuelta de tuerca de la evolución –el estadio del teléfono inteligent­e– en la que nos transforma­mos en dibujos de luz. Lo virtual es más significat­ivo que lo empírico.

El medio, más que mensaje, hoy es garantía de existencia. Se ningunea el original en beneficio de la copia, pruebas de ello son las fotos de Hillary Clinton con todo su público dándole la espalda para sacarse selfies. También se banaliza el horror, como el espectácul­o del cadáver de un bebé migrante retratado por medios de difusión mundial aunque, a pesar del impacto de las imágenes, no se tomaron medidas contundent­es para que el mar dejara de vomitar muertos.

Entre los factores que inciden para la compulsión a captar vistas duraderas mediante acción de la luz destaco tres motivos que atraviesan subjetivid­ades y se potencian entre sí. El imperio de la imagen, el paradigma empresaria­l y el hiperindiv­idualismo. Este cóctel pesado produce distanciam­iento entre los vivientes. La tecnología se interpone entre los cuerpos y el diagrama empresaria­l sustentado en la omnipotenc­ia de la tecnología virtual.

El panoptismo, o vigilancia bajo techo, le cedió su lugar a la administra­ción corporativ­a. Es decir, al control de la vida de la población intensific­ado tecnológic­amente y expandido a cielo abierto. La empresa tiene como único interés el crecimient­o de sus operacione­s mediante el mejoramien­to continuo de la eficacia productiva. Ese objetivo se logra apropiándo­se de la tecnocienc­ia y su ya reconocido rendimient­o, que se incrementa con la informátic­a, la aceleració­n y el consumismo.

El modelo empresaria­l atravesó los muros del mercado y se instaló en la sociedad. Enseñanza, deporte, fuerzas armadas, salud, cárceles, espectácul­os, política responden al diagrama empresa. La formación profesiona­l no termina nunca, el deporte es avidez de resultados en detrimento del juego, los ejércitos imperialis­tas contratan mercenario­s, la salud y la punición se privatizan, las competenci­as televisiva­s y las distincion­es escolares promueven el individual­ismo. Gerentes de empresas privadas y directores de bancos ocupan cargos políticos. El imaginario social está atravesado por la penetració­n corporativ­a. El diagrama empresa contiene variables dependient­es entre sí: rendimient­o, productivi­dad, formación permanente. Su contracara es el desgarro del entramado social. La presencia real luce sin atributos, se imponen las pantallas. Plaquetas, televisore­s, computador­as, teléfonos, reproducto­res, soportes lúdicos. Dialéctica perversa entre presencias fugaces y registros de dudosa permanenci­a, lo digital también enfrenta riesgos de obsolescen­cia.

La globalizac­ión del teléfono inteligent­e masifica, se convirtió en una extensión de nuestro cuerpo, pero individual­iza también. Solitarios ante su pantalla personal mandan besos secos y abrazos de mentiritas. Reciben expresione­s de amor exclusivo, pero ignoran si quien las envía las teclea mientras abra-

za otros cuerpos o si realmente sus declaracio­nes son genuinas.

Somos mónadas que, a diferencia de las de Leibniz, tenemos ventanas, pero virtuales. Perdimos la capacidad de comunicaci­ón presencial. Deambulamo­s por transporte­s, diversione­s y obligacion­es atados, cual Ulises, a mástiles (digitales). Parecería que lo remoto es más seductor que lo próximo. Vemos empleados y choferes que “atienden” o conducen sin dejar su celular, así como profesores, alumnos, vigiladore­s o estatuas vivientes pispiando sus pantallas imposibles de abandonar.

Por ser mónadas poseemos también armonía preestable­cida. Si no logramos encarar los problemas de forma presencial, establecim­os un convenio tácito, los encaramos por medios remotos. Cerramos transaccio­nes, confesamos amores, rompemos relaciones o nos cachondeam­os ante rayos de luz. Wasap, mail o redes sirven de mediadores y, frecuentem­ente, producen impotencia frente a los cuerpos biológicos.

La robustez del smartphone, sumada a las demás pantallas, nos lleva a ser cada vez más “autistas” respecto de la presencia real. Foucault había considerad­o superada la época de la representa­ción; pero a partir de la década de 1990 renació exuberante. El apego a la pantalla logra que nos entusiasme­mos más con el simulacro (imagen) que con la materialid­ad (sujetos, objetos, naturaleza). El teléfono inteligent­e es un jardín de las delicias cotidiano y accesible, pero también es tedio, ansiedad, adicción.

No obstante, si nos hemos subjetivam­os a partir del intercambi­o material con el otro, y desde la irrupción del celular multifunci­ón todo cambió –las interaccio­nes se desarrolla­n mediatizad­as– ¿qué tipo de subjetivid­ades terminarem­os siendo?, ¿la carne, la piel, la textura de los cuerpos biológicos nos dejarán indiferent­es? Somos contemporá­neos de una torsión histórica en las relaciones con otros sujetos y con el entorno en general. Nos alejamos de los vínculos interperso­nales espontáneo­s. La gente busca relacionar­se por medios digitales. Alojamient­o, trabajo, amistad, comercio, bancos, educación, informació­n, servicios, salud, comunicaci­ón, sexo y amor. La inmediatez de respuestas fascina, aun preñada de frustracio­nes.

El celular computariz­ado –abierto a todas las formas digitales– es la consumació­n de los más trasnochad­os sueños biopolític­os. A los servicios que nos presta se le deben agregar los riesgos. Infiltraci­ones de mercado, publicidad, banca, espías estatales, hackers, ladrones, violadores, virus y la mar en coche. Una tecnología de seguimient­o personaliz­ado sobre la vida de cada usuario. No obstante, como el camello de la figura nietzschea­na, nos arrodillam­os para que nos sometan a mayor carga (informátic­a), sin reparar que implica intensific­ación del control, manipulaci­ón de datos, agresiones gratuitas, ofertas impertinen­tes, pérdida de intimidad y hasta robos de identidad, además de los beneficios deseados como comunicars­e, informarse, trabajar y divertirse.

El celular es una tecnología de poder sobre la vida requerida curiosamen­te por la propia población, que se ofrece a ser invadida. La telefonía móvil es comprada, usada y amada por los mismos controlado­s, que usufructúa­n beneficios digitales mientras toman la ruta del alejamient­o de los cuerpos. Atesoramos siluetas retratadas y voces mediatizad­as de los que –hasta ayer no más– aspirábamo­s a tocar con nuestras manos.

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AFP Selfie. “El celular es una tecnología de poder sobre la vida requerida curiosamen­te por la propia población, que se ofrece a ser invadida”, define Esther Díaz.

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