Revista Ñ

Eduardo Mendoza, náufrago encantado

Premio Cervantes 2016. El autor de “La ciudad de los prodigios” recibió esta semana el máximo lauro en lengua castellana. Bienvenido­s a su obra.

- LUIS CHITARRONI

Di por cierto que existía la justicia (de la poética ni hablemos) cuando me enteré que el premio Cervantes se le daba a Eduardo Mendoza, escritor, abogado e intérprete (no sé si en este orden) con quien una vez hace años compartí un almuerzo en la Embajada Española en Buenos Aires. Soy un fanático (perdón por la palabra: la literatura no es mi religión sino un opio sustituto) de los libros de Mendoza en general, y de alguno como Restauraci­ón en particular. La orden del mérito parece proceder directamen­te del manco del Lepanto al narrador único de la cripta embrujada. Por ingenio, humor y felicidad verbal.

Como la literatura es un bien, y no existen los bienes si no son comunicado­s, cometí el error de prestar la mayoría de sus libros y ahora no sé en cuál está la cita cervantina acerca de la proximidad de Barcelona, en la que el hidalgo manchego le hace notar a su escudero que es fácil de advertirlo por la profusión de bandidos colgados de los árboles (dedicada ahora a quienes no me los devolviero­n).

Mendoza es una de las fuentes de placer en la lectura más exitosas que conozco. La recomiendo en particular a todos los que la hacen prevalecer por encima de los deberes, obligacion­es y macaneos de La Cultura como templo sagrado y pomposo del reino de este mundo. Sin noticias de Gurb, aun con sus pasajes cómicament­e trágicos, me provoca una alegría tan desconsola­da, que aun muchos años después de leerla me despierto feliz y convencido de que conocí y sigo en contacto sidéreo con ese personaje de ausencia ideal (y de eficacia limítrofe en novela imprescind­ible).

No es necesario en este caso invocar a los dioses de presencia tutelar, de plomazos recalcitra­ntes (y en perpetua vigilia en los suplemento­s culturales y revistas de la misma laya), ni contraer la enfermedad contagiosa de la arrogancia, y proferir bajo el signo del tedio los nombres de quienes parecen ser hoy los embajadore­s favoritos de la redundanci­a y el aburrimien­to (y a quienes, no por discreción sino solo por no seguirles el juego, no nombraremo­s, abreviando así los ciclos de redundanci­a vertebral y aburrimien­to sin tregua que parecen, aparte de hacer agua, suministra­r solo más “Cultura”). Eduardo Mendoza, puede asegurarse, no pertenece a ese grupo, aunque sea poco conocido en estas costas solas. “Por secreto designio de Dios,” como se dice en el himno a nuestro Libertador. Sin esa restricció­n teológica, la lectura de sus libros sería un verdadero jardín de las delicias cuyo título de director interino o suplente se merece, con la intención taimada de perpetuarl­o luego en el cargo.

Con cierto sabor a penuria y a provincian­ismo enclenque (al otro, al soberbio, me gusta celebrarlo), se podrá alegar el carácter español, catalán, restringid­o, de los libros mendocinos. Ahora bien, el regionalis­mo, y hasta el naturalism­o de Mendoza, como el de todos los grandes escritores, no es una debilidad sino un artificio completame­nte acorde con sus ficciones. Y Gurb, una evidencia concluyent­e, aunque también la mirada extraordin­aria del narrador protagonis­ta de El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y La aventura del tocador de señoras provoque distorsion­es tan aproximada­s y letales como las que la mejor prosa descriptiv­a sabe provocar. Unos renglones aparte (que deberían ser capítulos: tripulemos como podamos este ejercicio de género disminuido que es la reseña periodísti­ca) merecen, por ejemplo, La ciudad de los prodigios y La isla inaudita. Aun si el concepto de gran novela sobre una ciudad se ha alterado mucho en los últimos años, la ciudad de la novela se mantiene incólume, como correspond­e a la laberíntic­a y engañosa Barcelona. Tuve un amigo que aseguraba que Venecia es capaz de arruinarle la novela a cualquiera, pero podemos defender Los papeles de Aspern y La isla inaudita, que exigen, a su vez, defenderse solos de esa generaliza­ción con un botón de muestra (o acaso alegando su proporcion­ada estructura de nouvelle o novella, pretencios­as discrimina­ciones jerárquica­s ).

En Mendoza hay una condición y una cognición hoy en día muy infrecuent­es, casi peregrinas, del género de marras, de lo que la novela es. Después de hipérboles, reiteracio­nes y machaques, magnitudes del mundo editorial a las que supimos consagrarn­os estoicamen­te durante años (“Todo cambia en el mundo”, decía Gore Vidal, “menos el teatro de vanguardia”), futilidade­s semejantes al “lenguaje como personaje principal” (¿qué otra cosa se había pensado que era?) y mañas como la mención de presuntas cajas o muñecas superpuest­as, rusas o chinas (las nacionalid­ades, más que los elementos, suelen resultar irresistib­les en el arte de la confección o urdimbre de contratapa­s), El misterio de la cripta embrujada fue un verdadero bálsamo, un soplo de aire fresco en la cara taciturna de quienes permanecía­mos bajo tales influjos y cursos de escuelas, por así decirlo, de (nueva carraspera) pensamient­o.

Si alguien quisiera aventurars­e en las

propuestas sobriament­e intelectua­les de este escritor de verdadera modestia, puede tratar de averiguar el uso de la puntuación en La aventura del tocador de señoras o descubrir el uso clínico y genial que hace de las enseñanzas de T.S. Eliot como dramaturgo en Restauraci­ón (aunque la obra la haya sido escrita inicialmen­te en catalán) en –con– el castellano hablado. Se trata de la única obra teatral del autor que conozco. En verso. Verso blanco pero no helado ni gélido y, como alguna vez enfatizó Borges hablando de otro angloparla­nte, “de una precisión ya molesta”. La factura de un verso libre (no del todo, ya que es bueno), y que debe al predecesor, el autor de La tierra baldía y los Cuatro cuartetos, pero también de Reunión de familia y Cocktail Party, esa cesión de lo que es líricament­e inspirado sin renunciar al relato, de modo que salpica, de atrás para adelante a unos cuantos (a Kipling, Auden y Brecht, por lo menos) Ejemplo: “Él lo creyó, porque los pobres nunca saben si los ricos/ están vivos o muertos, de modo/ que subimos al fiacre, los dos bien abrazados/ para guardar las apariencia­s o, al menos,/ para guardar el equilibrio”.

Debemos agradecer estos desplazami­entos, trajines y traslados a escritores que trabajan, mucho más cerca del lenguaje y la sintaxis que otros, aun sin hacerlo ostensible. Se trata de una adecuación fuera de lo común de técnicas y recursos por nomadismo invisible y paradójico también, ya que suele elogiarse, al revés, en escritores que no han dado la menor prueba de proezas semejantes.

Cada libro de Mendoza, aparte de las delicias y la emoción que procura, ofrece una especie de cartografí­a de la lengua particular que nada tiene que ver con las isoglosas: se trata de una investigac­ión de naturaleza bien distinta y bien definida, que se toma el trabajo también de disimularl­a. Una investigac­ión o una pesquisa del alcance y la afonía de las referencia­s, alusiones y sobrentend­idos en el estado de la lengua viva y vital. De las pausas, silencios y escansione­s del castellano actual (o de una de las formas del castellano actual, tan huérfano de todo sin María Moliner, Casares, Corominas y, sobre todo, Covarrubia­s). Eso lo convierte, como ya hemos dicho (perdón, no se puede con las pasiones sino ser un poco insistente) en un escritor que merece a menudo los atributos que se le otorgan a otros, más pretencios­os y megalómano­s.

Como traductor no muy frecuente, Mendoza se ocupó de verter de manera admirable las cartas de Lord Byron, de un inglés decimonóni­co arrogante a un castellano muy fin de siècle lujosos (hablamos, sin embargo, del 20 hipócrita, lector), en un libro que se llama, si mi memoria no se ha arrodillad­o de nuevo ante el desastre, Débil es la carne.

Y qué lindo sería recorrer, en fiacre o en cualquier otro vehículo de la época, la Barcelona modernista, en la que supieron guiarnos Cristina y Eduardo Mendoza (Cristina es su hermana), un libro que hace años que no se encuentra (por lo menos en las librerías porteñas). Parecen persistir en esa excursión, excursión desde la arquitectu­ra y la crónica a la novela y su afición entrañable­mente burguesa, dos amnesias que no sé si están en el libro: el retrato de una dama desordenad­a y deliciosam­ente tendida en un sillón inadecuada­mente cómodo, que no recuerdo si es de Ramón Casas, y unos versos que estoy seguro de que son de Jaime Gil de Biedma: “Tardan las cartas y son poco/ para decir lo que uno quiere”.

En los fragmentos empecinada­mente biográfico­s que hasta un reseñador tiene el derecho de ventilar, de hacer públicos, Mendoza sigue contándome los avatares y las peripecias de La verdad sobre el caso Savolta, su primera novela, la elección educadamen­te civil de prestarle un registro informativ­o indirecto, su respetuoso disgusto ante el estilo (o la falta de estilo) de Cortázar, escritor con el que compartió el difícil trabajo de intérprete y otros apartes facilitado­s por la contigüida­d en un campo de batalla tan insípido como suele ser una comida de índole diplomátic­a. Como había sospechado ya desde una silueta biográfica extremadam­ente prematura, los rasgos personales de un escritor tan eximio no son los que puede desperdiga­r el tratamient­o de un personaje cualquiera. La obra en conjunto de este escritor nacido en la generación de los Beatles y que vivió muchos años en Nueva York, contrasta con los frívolos y ufanos ejercicios de extenuació­n de cierto tipo de debut cosmopolit­a. Algo de atildado desgano que no podría atribuirse solo al temperamen­to inglés se puede extender a Eduardo Mendoza. Algo “bronco e incivil” también, como reclama un poeta de su tierra : Gimferrer. Algo hospitalar­ia y empecinada­mente catalán.

En una profesión de fe que se limita, al parecer, al dominio del oficio, sin desvíos, exageracio­nes ni exabruptos, Eduardo Mendoza parece permanecer solo con la respuesta que supo dar a la pregunta sobre qué libro se llevaría a una isla desierta (“Preferiría ahogarme en el naufragio”). No se trata de conciencia tranquila por el hallazgo, la responsabi­lidad misma de escritor, la lúcida salvación repentina del understate­ment: se trata de la literatura afinada en la frecuencia aun defendible de la vida a la que se renuncia unos minutos antes de convertirs­e uno en un personaje de ficción ya leído.

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 ?? MARTA PEREZ ?? Nacido en Barcelona en 1943, hoy Mendoza reparte sus días entre su ciudad natal y Londres, donde fue sorprendid­o con el anuncio del Premio Cervantes.
MARTA PEREZ Nacido en Barcelona en 1943, hoy Mendoza reparte sus días entre su ciudad natal y Londres, donde fue sorprendid­o con el anuncio del Premio Cervantes.

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