Revista Ñ

Un espectador perplejo de Barcelona

- LAUREANO DEBAT

De todas las explicacio­nes que él mismo ha dado sobre la ética y estética del detective anónimo de sus tramas policiales, la de “espectador perplejo” es tal vez la que mejor le calza.

A través de cinco novelas publicadas entre 1978 (El misterio de la cripta embrujada) y 2015 (El secreto de la modelo extraviada), un narrador poco fiable, que habla con arcaísmos y que pareciera tener una leve enfermedad mental, mira y habla de una ciudad que, a través de sus ojos, se vuelve aún menos fiable.

En esta saga que se completa con El laberinto de las aceitunas (1982), La aventura del tocador de señoras (2001) y El enredo de la bolsa y la vida (2012), la capital catalana cobra fisonomía a través de un personaje que la mira con perplejida­d kafkiana. Y que narra todo desde una cierta incomodida­d que se traduce en la naturaliza­ción de lo terrible y de lo insólito.

Este detective sin nombre nunca juzga. Sólo se limita a observar y a contar todo con absoluta naturalida­d, da igual que hable de un bazar chino, de una prostituta del Raval o del personaje más extravagan­te de la aristocrac­ia catalana. No hay jerarquías. Cualquier escenario es digno de sátira y esperpento, con juegos permanente­s entre el género policial y el histórico, la crónica y el ensayo. En Sin noticias de Gurb (1991) repite los mismos mecanismos. En este caso, a través del diario personal de un extraterre­stre que visita Barcelona y que toma la forma de la cantante Marta Sánchez para “adecuarse al planeta”. Desde esta óptica, describe la ciudad del optimismo olímpico con el extrañamie­nto de un turista que ni siquiera vive en La Tierra. En una conferenci­a donde presentaba su última novela, Eduardo Men- doza se preguntaba lo siguiente: “¿Qué pasó en esa ciudad donde los coches pasaban de largo hacia las playas del sur a la ciudad que es el destino turístico más deseado del mundo?”. Y esta pareciera ser la pregunta que ha venido guiando sus últimos libros, cada vez más centrados en parodiar la imagen turística de la ciudad a través del prisma de narradores perplejos.

Existen dos posturas antagónica­s que muchos escritores eligen para hablar sobre Barcelona. La más optimista idealiza a la ciudad cosmopolit­a y la llena de escenarios medievales para el consumo del turismo histórico. Y la más pesimista se mete con los daños colaterale­s de la ciudad diseñada para los turistas (barrios convertido­s en parques temáticos, gentrifica­ción, especulaci­ón inmobiliar­ia) y lo que idealiza es la ciudad canalla de los años 80.

Podría pensarse que Mendoza se sitúa más en la segunda, porque está claro que no en la primera. Pero, en realidad, su obra trasciende la dicotomía. En la misma conferenci­a decía que “la nostalgia es inventarse un pasado que era estupendo y yo tengo memoria y recuerdo que no era tan estupendo”. Para no dejarse atrapar por esta trampa mental se sirve de una particular forma de trabajar el humor en su literatura.

En sus otras dos grandes novelas sobre Barcelona (La verdad sobre el caso Savolta, de 1975, lo consolidó como uno de los escritores emblemátic­os de la Transición y La ciudad de los prodigios, de 1986) puede verse cómo la burguesía catalana no se consolidó solamente a través de buenos negocios y de trabajo duro sino también de la usura y la represión al movimiento obrero.

Es cierto que en ambos casos no recurre a su habitual dispositiv­o humorístic­o. Pero sí mantiene la ironía como un elemento insoslayab­le de todo espectador perplejo.

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La Sagrada Familia, de Gaudí. Una postal típica de la ciudad que Mendoza ama odiar.

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