Revista Ñ

Espejo esperpénti­co de una era perdida

“Baile en el Kremlin” permite conocer su faceta de cronista político y pinta el retrato de “la nobleza marxista de la Unión Soviética”.

- EDGARDO COZARINSKY

Acaso la mejor definición de Curzio Malaparte la dio su biógrafo Maurizio Serra: “un escritor que paga con su talento por los defectos, digamos los vicios del hombre”: dandy ávido de notoriedad en la vida pública, oportunist­a en un escenario político del que no podía prescindir, egocéntric­o en todo momento. Serra tomó prestada la frase de Sartre sobre Genet: “comediante y mártir”.

El escritor toscano, hijo de padre alemán, nació como Kurt Suckert en 1898. Fue sucesivame­nte fascista, antifascis­ta, colaborado­r del ejército norteameri­cano de ocupación en Italia, publicó desprecio por la república demócrata-cristiana y simpatía por diversos avatares del comunismo. Como si hubiese elegido el lado de los réprobos, eligió llamarse Malaparte por contradeci­r a Bonaparte. Bruce Chatwin, no sin admiración por el escritor, escribió sobre su “egotismo entre ruinas”. “Camaleón” abrevió Juan Forn.

Puede leerse Baile en el Kremlin, la novela breve que inaugura esta reunión de relatos inéditos o dispersos de Malaparte, como la crónica de su estadía en Moscú, en mayo y junio de 1929. Presentada como un “espejo esperpénti­co de la sociedad europea, pero dominada por el miedo”, el autor compara su disección de una decadencia, la que diagnostic­a en la sociedad soviética, con la mirada analítica de Proust sobre el entramado de la sociedad francesa que le fue contemporá­nea. Aunque esa presunción no predispone bien al lector, es difícil no gozar, con una suerte de placer culpable, ante un cuadro de costumbres generoso en anécdotas sórdidas o grotescas, en retratos filosos de personajes famosos o menos notorios.

Aunque reserve su compasión para las víctimas, desamparad­os y sobrevivie­ntes de goyescos “desastres de la guerra” y la posguerra, cierta fascinació­n de voyeur impregna el despliegue de horrores que hicieron la fortuna de Kaputt y La piel, best-sellers de los años 40 del siglo pasado. Espectador y cronista del horror, como actor Malaparte solo frecuenta a la costra superior, por prestigio o poder, de la sociedad.

En Moscú, concede una atención rica en matices al poeta Maiakovski, en vísperas del suicidio que iba a ser juzgado antirrevol­ucionario, tanto como el menos glorioso Anatoli Lunacharsk­i, aquel delegado a la educación y las artes que impulsó en los primeros días de la revolución un famoso proceso a Dios por crímenes contra la humanidad. Con una fruición en el name-dropping que haría palidecer a Vila Matas, no son solo los grandes de la cultura los llamados en multitud a comentar una conducta o describir un ambiente; no faltan los nombres de modistas parisinos, Schiaparel­li, Paquin, o el agua de colonia Dunhill, serviciale­s indicios sociológic­os.

El autor no había perdido su don para la anécdota truculenta cuando escribió este relato a mediados de los años 50, instalado en París durante su ostracismo en Italia. Aristocrac­ia soviética o nobleza marxista son los rótulos intercambi­ables con que llama a la clase de trepadores ideológico­s que remedan usos y costumbres de la Europa burguesa en la supuesta “dictadura del proletaria­do”. Estampas, incisiones breves, mortíferas, en la comedia social, así como esbozos de personajes ocasionale­s en breves trazos de larga proyección, confirman el innegable talento narrativo de Malaparte.

Esas marcas de su visión de novelista sobre el material de la crónica habían nutrido los libros donde registró el desmoronam­iento del ejército del Tercer Reich y las miserias morales de Nápoles bajo la ocupación aliada. En Baile en el Kremlin prevalece menos el horror que una ironía sardónica. La mujer de un jerarca soviético luce en cocktails de embajada modelos de París pagados con dineros públicos y destinados al vestuario del teatro oficial. Unas ancianas de la aristocrac­ia difunta venden en la vereda sus últimos objetos de valor, vestidas con galas ajadas y conversand­o en francés. Es posible desconfiar de la fidelidad en el registro de las palabras que Malaparte adjudica a sus interlocut­ores, pero en el ámbito de la ficción su narrativa impone una verdad indiscutib­le, sin fallas.

En más de cuatrocien­tas páginas de letra pequeña este volumen reúne relatos de variada extensión. “Una tragedia italiana” es el más complejo por los motivos ideológico­s e históricos que pone en juego; su anécdota refleja la admiración de Malaparte por Stendhal, por su visión de Italia con una distancia de extranjero, que ilumina el territorio con una luz tangencial, reveladora. “El Cristo de Baden Baden” desarrolla el tema crístico que asoma en “Baile en el Kremlin”. “Alberto y Clelia”, alrededor de un incesto no consumado, explicita una obsesión no siempre

tácita de Malaparte: la virilidad como objeto de deseo narcisista, que la sociedad reprime.

El monumento a la memoria de este escritor único es la casa que se hizo construir en Capri, a pico sobre el Mediterrán­eo: una suerte de zigurat de un blanco encegueced­or. La imagen de ese grandilocu­ente autorretra­to fue difundida por el film de Godard El desprecio. En sus últimos años, Curzio Malaparte se descubrió una afinidad con el maoísmo, mucho antes de que tantos intelectua­les europeos cayeran seducidos por la Revolución Cultural.

Siempre ávido de interpreta­r un papel en la Historia, el escritor creyó reconocer en el “gran salto hacia adelante” una violencia redentoris­ta, purga de esa decadencia europea que había visto caricaturi­zada en el comunismo soviético. En 1957, hizo el peregrinaj­e a Pekín, que aun no era obligatori­o llamar Beijing. Durante la visita se agravó su cáncer y debió ser trasladado de urgencia a Italia. Murió a inicios del milagro económico; si se quiere el escenario más hostil a su vocación de aventurero desencanta­do.

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 ??  ?? Trad. J.M. Salmerón A. Tusquets
425 págs.
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Trad. J.M. Salmerón A. Tusquets 425 págs. $ 489

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