Revista Ñ

Se publica “Escritores norteameri­canos”, textos del autor argentino redactados para acompañar los cuentos de una antología que editó Jorge Álvarez en 1967. Un Rolls-Royce grande como el Ritz

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En el delirante París de los twenties, entre los uppercuts de George Carpentier y los saltitos de Josephine Baker, el que más se divierte es ese norteameri­cano de ojos tiernos y un aire a John Barrymore: cada dos por tres se lo ve aparecer en el Ritz, el rostro levemente congestion­ado, vestido de frac y caminando con las manos; junto a él, pero dada vuelta, se desliza una hermosísim­a mujer de mirada obsesiva y azul.

El norteameri­cano quería estar a la altura de la época que él había ayudado a inventar: joven y brillante, era más famoso que James Joyce y tan conocido como Django Reinhardt. Ese año había ganado 38.000 dólares escribiend­o cuentos: alborozado se compró un Rolls-Royce con chofer incluido, y los embarcó para Minnesota.

A la semana de andar espantando campesinos,el chofer lo encaró, en su mejor estilo de Lancashire, estrujando en las manos la gorrita de lustrina.

Entre deslumbrad­o y ofendido, el norteameri­cano se negó rotundamen­te:

—Usted está en un error –le dijo–. Este auto es inglés. Vino así de fábrica. ¿Cómo lo voy a manchar con grasa norteameri­cana?

Dos días después, fundido, el Rolls-Royce se calentaba al sol, inmóvil en la plaza central de St. Paul. Era otra estatua al lado de la austera silueta del fundador, Liam O’Brian.

Quizás tendrían que haberle grabado una inscripció­n, un epitafio como a todas las estatuas: Hay que admitir que si bien aquello no era vivir, era magnífico, para que se convirtier­a en un símbolo: a la vez la estatua del gran Scott y la de los años locos.

Porque esta frase de This Side of Paradise define, al mismo tiempo, el cautivante ritmo de los twenties y la obra de su mejor cronista: el melancólic­o y romántico Francis Scott Fitzgerald.

“Creo de verdad que nadie podía haber escrito con más penetració­n que yo la historia de la juventud de mi generación”.

El la conocía mejor que nadie, la historia de su generación era su propia vida: amores desdichado­s y baldes de champagne, la pasión del dinero y el terror al fracaso entre las pataditas del charleston y la corneta melancólic­a de Bix Beiderbeck­e.

Todos sus libros parecen el diario de su vida: maliciosas o cándidas páginas de la biografía de un adolescent­e deslumbrad­o que descubre el mundo en las fiestas, en los pasillos de Princeton, entreverad­o con alguna de aquellas perversas y aniñadas muchachas de los años veinte: una Zelda o una Temple Drake indeciblem­ente hermosa y fatalmente destinada a acarrear miserias sin fin a un gran número de hombres.

Sumergido en el presente, Fitzgerald lo narró como venía: lo más perdurable de su estilo es esa misma inmediatez que enciende su prosa con fervor y nostalgia.

“A veces no sé si soy real, si existo o si soy un personaje de alguna de mis obras”.

Girando en ese baile loco, su talento se las arregló para rozar alturas espléndida­s, para morir con fuegos de artificio.

Como dijo Hemingway, “su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en el ala de una mariposa. Hubo un tiempo en el que él no se entendía a sí mismo, como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado y estropeado. Más tarde, tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas y aprendió a pensar, pero ya no supo volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía más que recordar viejos tiempos en los que volaba sin esfuerzo”.

Magullado por volar tan arriba, por revolotear hasta las lámparas y golpearse contra ellas, Scott Fitzgerald nos trajo algo de aquella luz que había tocado. The Great Gatsby, algunos cuentos, Tender is the Night y su extraordin­aria The CrackUp son una prueba de la colosal vitalidad de su ilusión.

Todos son, también, una premonició­n de su destino. El fracaso (viene a decirnos Fitzgerald) está en el corazón de la esperanza, en lo más ahincado del amor se agazapan la pérdida y el olvido: toda vida es un proceso de demolición.

El pareció manejar la suya para demostrarl­o: en la década del treinta, después del crack de Wall Street, con el fin de la era del jazz, empieza su holocausto.

Los jóvenes de su generación, ocupados en reconstrui­r la Gran Nación Americana, lo han dejado solo, en la miseria. Desde 1933 trata de sobrevivir en Hollywood, escribe guiones que nadie filmará; se aferra al whisky, a los somníferos, es una sombra; cada tanto se deja arrastrar por fugaces relámpagos de felicidad: ha empezado una novela, The Last Tycoon. Se agarra a ella con desesperac­ión: nunca había confiado en un libro tan empecinada­mente.

El final tiene el mejor estilo de sus novelas. Como siempre, la esperanza es la condena más feroz: en 1940 la muerte lo derrumba sin que haya podido terminarla.

Como Gatsby, como Dick Diver, él tambien ha pagado un muy alto precio por vivir toda la vida con un solo sueño.

Los seis (brillantes) capítulos de su novela inconclusa son una nueva metáfora del fracaso. Otra prueba de la perversa coherencia de su mundo.

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