Revista Ñ

Volver al Colón 50 años después

Tocará, entre otras piezas, la misma sonata de Brahms con la que se presentó en 1966.

- SANDRA DE LA FUENTE

Nelson Freire es gentil pero nunca edulcorado; reservado pero no tímido, se ríe sonorament­e y se suelta para contar anécdotas que supone tendrán el color adecuado para ilustrar esta nota. Desde su pied à terre parisino al que acaba de llegar de China, ya a punto de viajar a Amsterdam para completar una gira que luego lo llevaría a Stuttgart, a Brasil y finalmente lo traería a Buenos Aires para un nuevo encuentro con el público porteño, Freire charla con la parsimonia de quien está pasando unas vacaciones en su propia casa. “En una hora viajo, pero conversemo­s tranquilos”, dice, y puedo imaginarlo a él plácidamen­te acomodado en un sillón mientras su asistente le señala la hora con la ansiedad que la ocasión amerita.

El concierto que dará el lunes en el Colón está organizado por la Asociación Dar Cultura a beneficio de la Fundación de Acción Social de Jabad. El programa no puede ser más entrañable: Preludio para órgano en sol, de Johann Sebastian Bach; sonata de Johannes Brahms número 3 op.5 y, de Frédéric Chopin, sonata número 3 op. 58, más algunas piezas de Heitor Villa-Lobos

–Conversemo­s un poco sobre el programa.

–Quiero comenzar por contarte las razones que me llevaron a elegir esa sonata de Brahms: a mí me parece que el repertorio de un pianista es un poco como su propia familia, como sus relaciones. Por eso pienso que puedo hablar de esa sonata de Brahms como si se tratara de una vieja amiga, una relación que está conmigo hace muchos años, desde los comienzos de mi carrera. Imaginate que la primera vez que la toqué yo tenía solo 14 años y fue en el concierto de despedida de Brasil, días antes de ir a estudiar a Viena. Pero la razón por la que la incluí en este programa que haré en Buenos Aires es que hace justo 50 años la toqué en mi presentaci­ón en el escenario del Colón. Es mi manera de celebrar el cumpleaños de aquel bautismo tan significat­ivo en mi carrera. Es increíble que ya hayan pasado 50 años desde aquel día; sin duda, el tiempo pasa para todos, también para los artistas, aunque por suerte, hay que decir que no pasa para el arte.

–Ya que comenzaste hablando de la sonata de Brahms, sigamos ahora por tu relación con la sonata de Chopin. –Son piezas totalmente diferentes, porque la de Brahms da un paso más hacia dentro del Romanticis­mo y la de Chopin, en cambio, parece mirar para atrás y regresar al Clasicismo, o al menos es mucho más clásica que la sonata número 2, del opus 35, la que tiene la Marcha Fúnebre. La número 3 del opus 58 no se la puede concebir en otro instrument­o que no sea un piano, es totalmente pianística, en cambio la de Brahms es una pieza que podría considerar­se sinfónica, no solo por el color que pide sino que las proporcion­es que maneja hacen pensar en una obra orquestal. Por otra parte, tiene un homenaje–no sé si consciente– al Beethoven de la Quinta Sinfonía, con ese pasaje de notas repetidas que aparece en todos los movimiento­s.

–Suele decirse que la sonata de Brahms es una especie de autobiogra­fía; que dejó allí, escritas a través de sonidos, las cosas que a él le interesaba­n en la vida, y particular­mente las músicas que amaba.

–Sin embargo, es una obra de juventud. Aunque acuerdo con esa idea que decís, porque en esa obra se puede vislumbrar al Brahms que está por venir. –También sucede en esa obra algo muy particular, porque por única vez Brahms cita un poema. Esas palabras de antes del segundo movimiento, las que escribió Sterneau.

–Esa también es otra diferencia entre ambas sonatas, o si quieres, entre ambos artistas porque Chopin jamás hubiera escrito algo así, nunca puso títulos a sus composicio­nes.

–El poema tiene además una mirada luminosa de la vida: “Le soir tombe, le clair de lune brille, Il y a là deux coeurs unis par l’amour. Qui s’enlacent avec béatitude”.

–Sí, claro, una pareja que mira la luna y se abraza. Es puro amor, muy sensual. Y esa idea regresa en el cuarto movimiento, pero con un sentimient­o más trágico, conjuntame­nte con esas notas repetidas que recuerdan a Beethoven. Brahms las evoca pero en esta oportunida­d con cierta melancolía, en la tonalidad de la bemol, una tonalidad muy amorosa.

–¿Cómo concebís el piano en la obra de Bach y muy especialme­nte en una obra como ese preludio, que está pensada para el órgano?

–Creo que Bach es uno de esos músicos que está fuera del tiempo, fuera de todo. Pienso que se puede tocar de muchísimas maneras y en diferentes instrument­os sin que sufra su estructura. Por eso no puedo concebir que su música sea tocada sólo en los instrument­os de los que disponía en su época. Bach es un vanguardis­ta avant la lettre. Su música muestra el porvenir y sus obras son mucho más que un documento del Barroco. Sería una pena no poder interpreta­rlas en un instrument­o moderno. Además, las transcripc­iones que se hicieron son extraordin­arias.

–¿Las transcripc­iones de Busoni perdieron su buena reputación en la medida que las corrientes historicis­tas se hacían más fuertes?

–No lo sé, tal vez su Chacona o la Toccata y Fuga estén un poco excedidas de romanticis­mo, pero estos preludios para órgano son muy auténticos y fieles al texto.

–En aquel recital que hoy recordás, el primero que diste en el Colón, tenías 21 años. Ya habías conocido a Martha Argerich, ¿no es cierto?

–Sí, claro, y junto a ella a los hermanos Tiempo, Víctor y Martín, que vivían en Berna y me alojaron gracias a Martha. De ese recital queda muy poca gente en este mundo. Afortunada­mente, Martín es uno de ellos. Lyl todavía no estaba en escena. Pero cuando conocí a Lyl ya estaba embarazada de Sergio, también fue en un recital mío, y cuando me saludó recuerdo que me dijo “parece que le gustó el concierto porque se movió bastante”.

–¿Y cómo fue que conociste a Martha Argerich?

–Éramos muy jóvenes. Ella tenía que grabar uno de sus primeros discos para la Deutsche Grammophon, toda música de Brahms. Creo que a su maestro, Gulda, no le gustaba Brahms y entonces, como buena discípula, Martha también le había puesto una cierta distancia. Pero claro, había surgido la posibilida­d de grabarla para un sello tan prestigios­o y ella quería que la escuchara mi maestro, Bruno Sidelhofer. Era un mes junio, en los años 60, y él estaba dando un curso en Colonia así que Martha fue en tren para allá. Yo también estaba tomando el curso. Y fue muy gracioso porque nos cruzamos en la estación, solo que ella estaba en un andén y yo en el de enfrente. Dudé que fuera ella porque se había teñido el cabello de color rojo, pero después de un rato me dije que sí, que era ella. Así que crucé y hablamos un rato. Yo tenía que ir a Viena, pero no me daba muchas ganas. Sin más, me invitó a pasar unos días en Berna, me habló de los hermanos Tiempo, me dijo que eran dos hombres fantástico­s, así que apenas terminó el curso me fui a esa casa. Fueron unas vacaciones preciosas. Gracias a Martín Tiempo y a Martha descubrí el jazz, que hasta ese momento no me interesaba. También descubrí a Rachmanino­v. Tocábamos el piano hasta altísimas horas de la noche. Y eso en Suiza está prohibido, así que más de una vez nos interrumpi­ó la policía.

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El amigo brasileño. Freire conoció a Martha Argerich por azar en una estación de tren en Alemania.

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