La ambición de experimentarlo todo
De la publicidad a la filosofía, “experiencia” es hoy una palabra clave. Pero es una popularidad paradójica, destaca la autora, porque se ensalza la intensidad pero no el aprendizaje.
Entre las diversas palabras que están presentes en los discursos sociales contemporáneos, hay una que ha cobrado singular relevancia: experiencia. Es notable cómo en cada época ciertas palabras condensan climas, sensibilidades. El imaginario social que se ha instalado en nuestro presente es algo así como que en la vida se trata de vivir experiencias, de capturar el momento, algo así como perlas sin hilo. Las experiencias atraviesan diversos tipos de situaciones. Desde disfrutar una comida no convencional, una clase de gimnasia, un show musical, intensos encuentros sexuales acotados. Se proponen viajes espirituales, a la India o Tailandia, se proponen ofertas gastronómicas para conocer otras culturas. En ese sentido, la experiencia tiene que ver con el tiempo, una sensación intensa en el instante que vaya más allá de nuestras percepciones habituales, pero efímera también. La experiencia está vinculada a lo sensible, a la piel, a la conmoción. La experiencia tendría una dimensión no racional, no instrumental de lo que se mira, dice o hace. Escuchar una música de culturas no occidentales o participar de una performance artística, por ejemplo, implican un involucramiento distinto de asistir como espectador a una obra de teatro. Se trata de provocar un impacto en el sujeto, ya no tanto desde las ideas, o de la observación, como de la participación. La experiencia pasa por poner en juego nuestro cuerpo atravesado por historias, habitus, valores sociales, morales, etc. Así es como en esta conmoción, la cual debe ser provocada en nuestros diversos tipos de consumos, el discurso del valor de la otredad sostiene la necesidad de descentrarnos y provocarnos experiencias fuera de nuestro orden simbólico.
Es notable esta valorización densa de la experiencia en una cultura laboral y en un orden social donde la experiencia en términos de acumulación de saber a largo plazo sobre las más diversas situaciones –desde la vida afectiva, haber sido madre o padre o hijo o abuelo, hasta haber trabajado una gran cantidad de años en un oficio, haber permanecido también una cantidad importante de años en un trabajo o en una relación de pareja– ha perdido todo valor o reconocimiento. Esa dimensión de tener experiencia, haber pasado largos períodos en una misma situación, no se pondera, tanto en el mercado laboral como en la cultura digital. Una cultura y una práctica que se modifican diariamente desvalorizan la experiencia acumulada. De allí la convocatoria permanente y rotativa de jóvenes a ocupar nuevos puestos laborales, ya que se supone que una persona pasada cierta edad no podría aceptar cambios ni tendrá iniciativa y adoptaría una actitud rígida, sustentada en la experiencia vivida en el pasado. Se asocia la experiencia de vida, en términos de acumulación de situaciones, como una base para formar el carácter y un estilo de sujeto incapaz de afrontar situaciones nuevas y nuevos desafíos. Lo juvenil no es sólo una etapa en la vida sino una actitud. Quienes no son jóvenes pueden tener una actitud juvenil, parecer jóvenes, pero las trayectorias ya no los habilitan para nuevos puestos laborales. Aquí se hablaría de demasiada experiencia como un obstáculo. La cultura digital demanda sujetos que se despojen permanentemente de la experiencia, ya que se reclaman otras capacidades cognitivas para la dinámica social contemporánea. De esta manera, la sociedad nos desafía a vivir experiencias en términos cortos y a deshacernos de nuestras experiencias en términos largos. Siempre atentos a lo nuevo y desconfiados de nuestro propio pasado. ¿Qué capacidad tiene el sujeto actual de atravesar multiplicidad de experiencias, sin permanecer en ellas por períodos largos? Fuerte dilema del mundo actual.